2º Premio De Narrativa IX Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2018
VOCES DEL MÁS ALLÁ
Con la alegría triste de no usarla, Javier Arrese cumplió trece años y, como siempre, fue a pasar las vacaciones de verano al pueblo donde vivían sus padres, es decir: su padre y su madrastra pues, según fue informado años atrás, su madre les abandonó a su padre y a él -siendo pequeño- y se fue a Francia para no regresar nunca más.
Era un chico tímido y huraño. En el pueblo no tenía amigos pues, cuando alguna vez iba a la Plaza a dar unas patadas al balón, se le quitaban las ganas de volver a salir de casa por una frase que llegaba a sus oídos más o menos velada: “Es el hijo de la desaparecida”.
– ¡Qué raro es el Javi!, comentaban.
(¡Ay!, ¡qué sabrán ellos de los terremotos del alma!) -pensaba Javi-.
Así que con las canicas, la lectura y dando la vara con la flauta, pasaba las horas abrazado a su aislamiento -poderío de los tristes- cazando arañas y poniendo comida a los ratones.
La señora Francisca, su vecina, salía a coser a la calle y muchas veces le llamaba para que la enhebrase la aguja, por lo que de vez en cuando cambiaban algunas palabras.
Disfrazó como pudo su pena pero la curiosidad pregonaba lo que callaba y, buscando la llave oculta para abrir la prisión en que su alma estaba metida, un día -armándose de valor- se atrevió a preguntarla por su madre, temeroso de que alentara entre los estertores del olvido.
– Chiquito, no preguntes. Yo sólo sé que te quería mucho.
En las tinieblas de su corazón se encendió una pequeña luz como lámpara alógena en progreso. ¡Qué raro! Pues si me quería tanto ¿por qué me abandonó? (se preguntaba Javier).
Como un mar que de pronto se queda sin orillas, otra vez se encontró cara a cara con su soledad, con esa vieja amiga, tempestad de silencio, imperio misterioso de la conciencia.
Él sólo sabía que su padre, viéndose solo y con él tan pequeño, se juntó al poco tiempo con una mujer, (a la que apodaban “La Odalisca”), procedente de un pueblo algo distante del suyo, llamado Zarandal, y que la conoció en sus viajes para la compraventa de mercancías, que era su oficio. Supo que tenía fama de ser la más guapa de la comarca, eso que llaman: “una mujer de bandera”, y que cuando llegó a su casa estaba embarazada. Decían (se lo oyó comentar a unas mujeres) que una vez la vieron salir del “Bosque Maldito” y a continuación perdió el hijo que esperaba y desde entonces ya no pudo tener descendencia.
Que era déspota y dominante y que a su padre le manejaba a su antojo, eso no se lo contó nadie, pues Javier, que no era lerdo, lo veía palpable. Con él no era mala ni buena, (aunque ocultaba una maldad correspondiente y meditada), simplemente “pasaba de él”; claro está que Javier ante ella hacía otro tanto.
Se aburría como una ostra y estaba obsesionado con entrar en el Bosque Maldito, que se veía desde un altozano de las afueras de su pueblo, pero por allí no había manera de entrar pues era tan imposible como el intento de atrapar el aire; por un lado: un dique de contención para sus aguas pantanosas, seguido de un tajo y un desfiladero y, por el otro, los cañaverales, con terrenos cenagosos y movedizos. Nada le contaba a su padre porque suponía que todo manantial desaprueba con pena el itinerario del río. Así que depositaba sus ansias y seguía soñando con penetrar en él y correr aventuras que le aliviaran aquella monotonía que le devoraba en silencio y hallar, tal vez, algún animalillo para que le hiciera compañía. La curiosidad aumentaba cada día quitando los grilletes de su miedo.
Consumido estaba pensando en cómo acceder al maldito bosque aunque decían que a todo aquel que entraba en el mismo le sucedía -si lograba salir- alguna desgracia.
Su semblante revelaba lo que padecía su corazón. Acompañado solamente por el adusto retiro que le atenazaba pasaba el chico el verano tan retraído y triste que su padre, no sabiendo qué hacer, le compró una bicicleta. ¡Nunca a nadie le hicieron un regalo mejor! Recorría con ella las siete partidas; curtió su tez el viento y, cierto día, al caer la tarde, le atizó la sed y bajó a la Fuente de la Teja a echarse un trago de agua. Había allí dos viejos sentados bajo la fronda. Y según le dictaba el propio pensamiento:
– ¿Saben por dónde se entra al Bosque Maldito? (les preguntó sin más).
– Sólo tiene entrada por detrás de la ribera de Zarandal pero, xiquet, -le advirtieron- no se te ocurra entrar porque trae desgracia.
Cogió la bici y, con harto dolor de su corazón, se volvió por el lado opuesto a Zarandal, para que no sospechasen sus intenciones.
¡Cuánto tardó en desvanecerse el día! Luna alzada le ofreció la noche. El ambiente estaba sereno y Selene pretendía estar más alta. Pasó una noche toledana, sin pegar ojo, y en la cama dio más vueltas que un molino. Venía la alborada… El canto de los gallos quebrantó las treguas de la sombra. Aprovechando que su padre salía de viaje de madrugada, esperó -ojo avizor- el golpe de la puerta y partió en la bici, al despuntar la mañana, rumbo a Zarandal, como alma que lleva el diablo. Al rebasar la ribera escondió la bici entre la maleza para preservarla de miradas curiosas y de los manilargas, amigos de lo ajeno.
Avanzó como pudo entre los matorrales y aquí caigo, aquí levanto, fue adentrándose en la intrincada espesura del Bosque Maldito. Allí todo era ausencia; se mascaba el arcano. Era la vegetación tan densa que aquello resultaba inaccesible. Tenía la impresión de que los árboles crecían a mayor altura que las nubles. Cien arañazos laceraban sus piernas. Después de rasgarse la camisa y casi retorcerse un tobillo logró apartar unas ramas y ganar un trecho entre umbríos aromas y rumor del boscaje. Todo era lóbrego, sobrecogedor y misterioso. Extraños sonidos le inquietaban. Una culebra se metió en una cueva; un centípedo hizo lo propio entre unas rocas. A fuerza de dejarse los ojos entre los arbustos y arboledas, distinguió unas ramas gruesas cortadas por herramienta (hacha o sierra). Siguió el rastro de las ramas cortadas y, después de andar a duras penas un buen tramo, llegó a una pequeña explanada con los alrededores muy tupidos. Allí había una cruz hecha con dos palos atados con una cuerda. Al pie de la cruz (sin duda las alimañas habían excavado) el terreno estaba removido y, tras de mirar y mirar, observó algo como una estaca clavada en la tierra que no era otra cosa que un hueso humano; (por la Historia Natural Javier sabía que era un fémur). Su corazón -campana en desatino- le golpeaba fuertemente. Lo envolvió en la camisa. Una sombra de muerte le hizo alas en los pies y trató de deshacer el camino para salir de aquel atolladero. (¡Ay, qué herida más honda aquel recuerdo!) Cuando recogió la bici puso el envoltorio en la pinza de atrás y salió a toda mecha hacia su
casa con las venas temblorosas por trágicas premoniciones impregnadas de llanto y de añoranza.
El perro de la zozobra tiene el sueño ligero. El chico no sabía que hay que dejar que el agua corra y salgan las estrellas. Otra noche de duermevela. Por la mañana se dirigió a la Iglesia. Quería desahogar el corazón con las palabras.
– Ave María Purísima, he encontrado un hueso.
– Sin pecado concebida. Pero, muchacho, ¿es eso motivo de confesión?
– No, Padre. Es que no vengo a confesarme; he encontrado un hueso humano en el Bosque Maldito y quiero saber de quién es. Ayúdeme a averiguarlo.
– Yo no puedo ayudarte en eso. Habla con don Matías, el médico.
Agonizó la luz y la oscuridad arropó sus quimeras. El graznido de la noche se coló en su alcoba y se asomaba por los entresijos de la persiana. El silencio se encontraba malherido en eterno desamparo. No amainaba su tormento. Tercera noche de cavilaciones. Se despertó medroso y despavorido a causa de un mal sueño (pero los sueños, de día, son falsos). No sabía cómo podría hablar con el médico a no ser que estuviera enfermo o herido. Un impulso genético puso una luz en su cerebro: “Herido -pensó- ¡Esa es la solución!”. Y se quedó dormido profundamente.
Por la tarde, cuando el astro de oro, el disco rojo se hundía solemne por la garganta de una ondulante sierra en un incendio crepuscular de calma, en un adiós repentino y sublime, para poner fin a sus extremas ansias, dándole bien a los pedales, hizo una temeridad: soltó del manillar las dos manos y se cayó rodando por la cuesta.
Llegó a casa maltrecho y chorreando tanta sangre que le llegaba hasta la punta del dedo gordo del pie. Don Matías le curó, le dio puntos y le dijo que volviera a los dos días para hacerle otra cura. (Ardía en deseos de volver).
– Puedo ir solo (le dijo a su padre).
Y, armándose una vez más de valor, le contó a don Matías lo del hueso del Bosque. (“¡Nunca lo hiciera!” pensó meses más tarde). Le dijo que se lo llevara a la semana siguiente. Y así lo hizo.
(¡Indómito el desengaño, ladrón de felicidad y de sosiego!).
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¡Cuánta razón tenían al decir que al que entraba en el Bosque Maldito le pasaba alguna desgracia! pues de ser “el hijo de la desaparecida” pasó a ser “el hijo del asesino”. Y se siente más solo que la una…
© Eumelia Sanz Vaca