2º Premio de Narrativa VII Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2016
TRAS LA LUZ CEGADORA
Todo lo había dejado. Recordaba su anterior vida. Los títulos que colgaban de las paredes, honores, distinciones, diplomas que enmarcados en dorados marcos, se llenaban ahora de polvo como el resto de los muebles, en ese bufete donde no pasaba ya consulta.
No eran ahora los grandes empresarios, ni los consejeros de las multinacionales, ni los acaudalados terratenientes, ni avispados comerciantes, los que acudían a él como antaño, pese a lo elevado de sus minutas, atraídos por su gran prestigio y su avasallador buen hacer. Los había distanciado paulatinamente, y no le parecía ya atractivo ese don peculiar que tenía de entretejer poco a poco una maraña jurídica donde atrapar a los más incautos unas veces, y a los más escurridizos siempre. Ni se envanecía ya, por su elocuente y persuasiva dialéctica para envolver y devorar a sus más aventajados contrincantes. No le parecía ya nada atractivo porque comprendía al fin, lo intrascendental y pueril incluso del más brillante quehacer inventado por el hombre como era, el conocimiento técnico de la ley, y la elocuencia para plasmarla y exponerla, cuando ella no se emplea en la defensa del bien y la verdad.
Todo comenzó una noche como otra cualquiera, distinta solamente, en la carga emotiva interior que cada ser sostiene en algunas ocasiones al enfrentarse sin saber por qué con sus propias convicciones, o el esfuerzo por vencer ese resquicio de nuestra conciencia, pequeño, insignificante, que no logra alcanzar yuxtaponerse formando un todo en nuestra tranquilidad de conciencia, y permanece allí latente, como un aguijón diminuto, que si no nos roba la paz interior, al menos evita que la vivamos en toda su plenitud. Por la mañana, había leído en la prensa el suicidio de un pequeño industrial. Era una noticia sin importancia, sin grandes titulares, de quinta o sexta página, de esas noticias que pasan desapercibidas, como de relleno, pero a él, le resultó familiar el nombre de aquella persona sin saber precisar por qué. E1 resto del día se desarrolló como siempre, una apretada agenda de entrevistas y actividades, comida de negocios y por la tarde, alguien le llamó:
– ¿Oscar…? – escuchó a través del auricular –. Oye, que soy Manolo. ¿Leíste esta mañana la noticia?
– ¿No será otra intentona de golpe? – preguntó.
– ¡No, hombre no! Es sólo el suicidio de ese idiota de Ismael Méndez. ¿Recuerdas…? ¡Sí chico…! Es el acreedor al que le embargamos todo la semana pasada. Ese que fue a suplicarte el aplazamiento, diciéndote que esta vergüenza le costaría la vida. Caramba con el tío. Iba en serio. Así que, acelera los trámites, porque se nos tiran encima los demás y nos dejan sin una peseta. Por eso te llamo a estas horas.
Ahora comprendía, que por algo le había sonado el nombre al leer el periódico esa mañana. Pero ni apenas recordaba su rostro, quizá vagamente que se trataba de un hombre menudo, de mediana edad, con cara de honrado y algo nervioso. Lo lamentó pero no podía hacer nada. La verdad es que, al buen hombre lo habían liado de mala manera, y su abogado de oficio había resultado ser un pardillo. Así son los negocios – se dijo para sí.
Fue precisamente aquella misma noche cuando algo extraño, distinto, le aconteció mientras permanecía en la cama. Ni siquiera se atrevía a decir que fuera un sueño. Fue algo más que eso. Era más nítido y tangible que la propia realidad. En principio, vagamente, alguien le planteaba como un remordimiento, una desazón que lo sacudía. Alguien con otra identidad, pero no desconocido. Nadie ajeno. Era él mismo, consigo mismo. ¡Era un absurdo! Pero los matices, las apreciaciones, las significaciones se desdoblaban, tomaban formas distintas. Todo aquello machacaba su cabeza insistentemente una y otra vez. A su alrededor, silenciosas sombras le observaban, le acechaban, asintiendo como espectadores sin sonido de palabras, sin gestos, repitiendo en su cerebro una y otra vez: No es justo… Si es justo… No tiene sentido… Si tiene sentido… Y así machaconamente una y mil veces sin parar, mientras el rostro del pobre infeliz que se había suicidado por su culpa, volvía una y otra vez a su recuerdo, suplicándole clemencia.
Y mientras la angustia lo atenazaba. A su alrededor, la oscuridad se hacia más intensa, y las sombras leves, casi imperceptibles, que antes le habían rodeado habían desaparecido. De pronto, se sintió caer al vacío de forma estrepitosa hasta una profundidad de tinieblas. Ahora sentía un tremendo temor, un pavoroso terror a lo desconocido que estaba viviendo y que no acertaba a comprender, mientras que dentro de él, algo que lo traspasaba hasta más allá de su alma, insistía quedamente: No basta…, no basta .., no basta tu opinión. Y vio pasar toda su vida, sus actos más innobles, por delante de sus ojos como si de una película se tratara.
De súbito, se desmoronaban sin sentido sus razonamientos, su concepto de la vida y de la honorabilidad. Quedaban sin base sus convicciones, y comprendía la inutilidad de los pretextos del hombre para encubrir sus fechorías, sus crímenes, sus aberraciones, y eran menos que nada todo cuanto poseía o ambicionaba, y los medios que nunca justifican el fin, a pesar de lo que otros muchos opinen, y que él había empleado para su triunfo personal en multitud de ocasiones, logrando arruinar a 1a gente con feas artimañas, arrebatar a los pobres incautos, a los necesitados, sus posesiones, sus casas, sus pertenencias, con sucios juegos sin compasión ni caridad. Por primera vez en su vida, tomaba conciencia del error de todo lo que hasta entonces le había parecido una práctica normal.
Mientras se debatía en la zozobra de aquella horrible pesadilla, un estrecho y largo túnel luminoso, rectangular, aparecía ahora ante él. A la altura de sus ojos exactamente, y se iba extendiendo mostrando un final apenas perceptible de un tono grisáceo. Era largo, largísimo, inmenso. Le parecía que andaba por aquella oquedad, ancha en su extensión, pequeña en su altura, como si partiendo desde sus ojos sólo llegase hasta la punta del último de sus cabellos, pero incomprensiblemente él pasaba holgadamente. Sus paredes, por llamarlas de algún modo comprensible para nuestra razón, se deslizaban veloces a su lado pero… ¡No! No andaban las paredes. Era él quien se desplazaba como flotando en un vuelo que más semejaba que nadase por los aires a gran velocidad como jamás tuviera conciencia de que fuera posible.
El temor a lo desconocido golpeaba con fuerza su corazón, y sus manos crispadas, asían a falta de otra cosa sus propias piernas con fuerza. Sentía sobre toda otra sensación, de forma más acentuada, estrellarse sobre su rostro, ahogándole en ocasiones, un aire recio, frío, fuerte. Y él suspendido, como si una mano poderosa lo catapultase al vacío. Mientras avanzaba por aquél túnel luminoso, la luz iba apareciendo cada vez con más blancura y nitidez. Ya casi percibía las blancas paredes a su lado cada vez con más detalle. Pero al acercarse todavía más a ellas, se quedó sobrecogido por la sorpresa. ¡No eran paredes! Eran filas interminables de seres luminosos y radiantes que le contemplaban.
En un instante, al final de aquel túnel que se expandía inmensamente ante sus ojos, una potente luz blanca, radiante, cuya luminosidad no era comparable con nada conocido, se acercaba más y más hacia él, disipando instantáneamente de su mente todo atisbo de terror, atenuaba el ritmo de su alocado corazón, y disminuía la velocidad que lo impelía. Ya en otra dimensión, “tras la luz cegadora”, el horizonte tornabas grandioso, esplendido, de descomunales proporciones, y se contemplaba como en un grabado en la diminuta hoja de una postal, todo el mundo nuestro…, y todo el cosmos que lo contiene… “Y una voz queda, amable, le susurraba en su corazón, sin reproches, con amor, unas palabras que jamás olvidaría…”. Pero aún no había llegado su hora.
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Abrió los ojos sobresaltado. Con respirar jadeante. Se notaba frío, inmensamente helado. Por las rendijas de las persianas de su dormitorio penetraban unos leves hilillos de luz, y a su lado, su mujer visiblemente excitada exclamó:
– ¡Qué susto me has dado! Estabas sin respirar un rato. Oscar, mañana mismo tienes que ir al medico. ¿No ves qué podías haberte quedado muerto…?
Pero para él, aquello no suponía un posible fin, sino todo un inicio. Tras aquella noche, vino la placidez ante las angustias, la paz ante las zozobras, la caridad ante el egoísmo, y comenzó a vivir otra vida llena de contenido, nueva, distinta, dedicada al bien y a la verdad, como un preludio de la promesa hecha tras la luz cegadora que aquella noche había cambiado para bien su vida.
Ahora bajo su punto de vista todo era distinto, y su existencia se desarrollaba feliz y sosegada, prestando ayuda gratuita a gente modesta que acudía a él, para asesorarles y defenderles en una ONG, donde ocupaba un modesto despacho.
© Antonio F. Prima Manzano ver currículum »