1er Premio Narrativa VIII Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2017
El viejo pescador y el mar
Las olas, coronadas de blanca espuma, se ondulaban plácidas hasta expirar acompasadas y suavemente en las arenas de la orilla, sobre las que dibujaban en caprichosas formas, un sinfín de líneas sinuosas que la humedad acentuaba en tonos pardos y brillantes como espejos, que rápidamente desaparecían mientras las aguas retrocedían al mar para ser impulsadas por la siguiente ola, en un ciclo armonioso e interminable.
A unos metros de la orilla, como míticos Tritones que dormitasen de mil saben qué aventuras y peripecias, algunas barcas de pesca con su abultada y negra panza pintada de pez, expuesta al sol, eran toda una evocación al descanso, al fin de la jornada. Un halo de paz, para volver mañana con las velas hinchadas al viento, a surcar las aguas meciéndose con gracia sobre el suave ribetear de las olas desde la Malvarrosa a Cullera. Sobre sus quillas, sentirían el cosquilleo del deslizar brioso, sobre la mar, y sobre sus costados una y otra vez, el roce casi abrasante de las guías de los sedales y hasta el agonizante aletear de los peces capturados al palangre, al ser izados a bordo.
De entre todas, era sin duda alguna la barca del Tío Corono, la de más airoso porte. Ahora en la arena como tantas otras, recibía mil mimos y cuidados, sus juntas calafateadas con brea y estopa y su vela remendada, hablaba de esos años pasados desde que como el velo de una novia desplegase su blancura inmaculada, su corte perfecto, sus avíos nuevos. ¡Cuántos años habían pasado!
Barca y dueño habían envejecido. De las vigorosas manos que la construyeron entre los meses de enero a noviembre de 1901, quedaban solamente las manos huesudas, secas, nada que fuese siquiera parecido. Ahora, con la boina calada hasta las cejas, con los vivaces ojos ya cansados, permanecía largas horas mirando el infinito, pensando Dios sabe, en qué perdidas nostalgias, quizá, cuando mozo y vigoroso navegaba en un velero de cabotaje por exóticos países, donde las palmeras, contaba, brotaban entre doradas arenas en unas playas de aguas trasparentes y azules como el cielo, islas habitadas por hermosas mujeres adornadas con collares de flores, que cantaban tan dulces y melodiosas canciones que semejaban ángeles. Donde los bancos de coral, rojos como el fuego, esparcen su fulgor sobre los peces de mil formas y colores.
En muchas ocasiones, traídas de esas lejanas tierras, había mostrado a los niños dos hermosas perlas que poseía, y les contaba, que eran lágrimas de una especie de ostras que lloran y lloran desde hace siglos, porque el Rey Neptuno se olvidó de llevarlas a su jardín, en ese suntuoso palacio en las profundidades del océano, donde existen hermosos surtidores inagotables de agua, de los que se nutre el mar.
– ¡Ya estamos igual Tío Corono! – Le reprochaban las madres, por las fantasías que les imbuía a los niños que le adoraban y que acudían a él como moscas a la miel para escuchar sus cuentos y relatos.
Así, una y otra vez, de forma inagotable, iban surgiendo de sus labios fabulosas historias contadas con gracia y soltura, con amenidad, con humor; dando convicción total a sus palabras, con los detalles y los pormenores de quien de verdad lo ha vivido todo ello.
Era de todos sabido, que entre los viejos de Pueblo Nuevo del Mar no había otro como él, y todo cuanto decía, se apresuraban a ratificarlo sus amigos, y así, con ellos en derredor, en las templadas mañanas de otoño, mientras las pequeñas barcas surcaban aquí y allá cerca de la costa, afanosas en su diario trabajo, o por las tardes, cuando el sol débil del atardecer se reflejaba como una enorme moneda de oro por poniente; al amparo de una de las barcas que los protegiera del fresco aire de Levante, sentados en la arena, mientras esperaban la llegada de los que estaban todavía pescando, las mujeres y los niños escuchaban atentos y en silencio las enseñanzas y las aventuras de los viejos. Los niños, con los pies descalzos, desgreñados, se rascaban la cabeza o se metían sus sucios dedos en la nariz. Las mozas, alegres, sonreían perspicaces y maliciosas, alternando las narraciones con chismorreos o descarados acertijos de doble sentido, a los que los niños ponían cara de tonto, sin llegar a comprender las risotadas de los mayores.
Allí, el Tío Corono, les contaba sus aventuras, desde que hacía más de cincuenta años saliera por primera vez de su amado pueblo del Cabañal. Enamorado del mar, inquieto, soñador y aventurero, no había agua sobre la tierra que pudiera ser surcada por una embarcación, que como él decía no la hubiese recorrido. Más de cinco lenguas extranjeras entendía. ¿Y de sustos? ¡No digamos! En Marsella a punto estuvieron de matarlo. Un día, vio a uno de sus compañeros de tripulación peleando con otros, le echó una mano, aquello se fue agrandando y al final de la refriega, las dos dotaciones intervinieron y hubo nueve heridos. Aquellos marinos medio piratas con los que se pelearon, eran unas malas bestias. ¡Pero les dimos su merecido! – afirmó rotundo al final.
Y sus batallas. ¡Eso sí que les gustaba a los niños! Eran amenas y tan reales, que muchas veces puesto en pie, braceaba vigorosamente. Hablaba de los turcos, de los ingleses, de Cuba, de África, de los barcos cargados de negros encadenados que morían de peste o ahogados en las sentinas.
Con frecuencia, a la veracidad, unía su fuerte y prodigiosa imaginación y como un creador infatigable de personajes y escenas que era, hablaba horas y horas. Sabía leer, y lo hacía muy a menudo en público pausada y lentamente. De su mano, se parecía viajar por un mundo irreal y fascinante. Inmersos en esas páginas que hablaban de extensas llanuras nevadas, en donde el sol, se refleja como un enorme espejo hiriente que vuelve ciegos a los hombres que se atreven a desafiar su resplandor, donde habitan osos, animales corpulentos como un caballo puesto en pie, en cuya boca abierta cabe la cabeza de un hombre.
Otras veces, eran animales enormes, fantásticos, fruto de la ignorancia, de la superstición y de las leyendas de los pueblos que perduran a través de las generaciones. También, bosques inmensos, donde las copas de sus árboles tocan el cielo. Extensas llanuras de veraces tierras, en donde el trigo crece como la hierba, y donde los Reyes son llevados en tronos de oro. Palacios de cristal más altos que las Catedrales, de cúpulas fulgurantes de plata, oro, y piedras preciosas. Ríos caudalosos, tan anchos que parecen el mar, plagados de dragones y cuyas aguas arrastran pepitas de oro. Islas solitarias, perdidas en los océanos, cubiertas de exuberante vegetación, de frutos deliciosos con sabor a leche y miel, custodiadas por voraces antropófagos.
Cuando al final de sus lecturas, con el dedo índice metido entre las páginas del cerrado libro, alguien le preguntaba:
– ¿Tío Corono, es cierto todo eso?
Él con gesto grave, se limitaba a responder: Aquí está escrito. ¿No lo has oído?
Tenía la convicción de que así era. Entornaba luego sus ojos, que parecían más profundos, enmarcados en esas gruesas y pobladas cejas de hombre de mar, acostumbrado a escudriñar en el horizonte la meta deseada, y permanecía largo rato callado, perdida la mirada en un punto indefinido. ¡Quizá soñaba, con los ojos abiertos!
Cada vez que aprestaba su embarcación para salir a pescar, no faltaba quien le reprochara en tono cariñoso:
– Pero Tío Corono, usted ya está viejo para estos trotes. ¿Por qué no descansa ya, y se olvida de la pesca?
– Calla hombre, calla – respondía -. Qué quieres que haga. Soy como los peces, que si estoy lejos del mar no vivo.
– Pero desde la orilla es lo mismo – le insistían -. Puede mojarse, ver el mar y hasta pescar desde aquí.
– Tú tranquilo. No pasa nada. – era toda su respuesta.
No había manera de hacerle desistir. Asido al timón, permanecía a la popa de su barca largas horas. Sus ojos se inundaban de gozo; de una infantil alegría que lo hacía revivir a la vida. Conocía palmo a palmo, el terreno por donde discurría su embarcación, como si con su mirada taladrase la profundidad de las aguas, la oscuridad de ese mundo maravilloso, que poco a poco se abre y se revela al hombre.
Sus accidentes geográficos, la composición del suelo, grava, arena, roca, sus peces, sus variedades, sus nombres, sus costumbres, iban surgiendo de sus labios, como el erudito que describe un museo palmo a palmo, obra a obra, con todos sus pormenores, sus autores, su estilo, su historia, su fecha. Cada vez que un pez picaba el anzuelo, conocía de su tamaño, de su especie, de sus características de defensa, de cómo tratarlo y abatirlo y hasta conversaba con él, en ese tira y afloja de poder a poder. Era como una lección aprendida a lo largo de los años. ¡A fuerza de practicar!
Ya casi anochecido, cuando volvía hacia tierra, su rostro al rojo resplandor del sol que como un ascua de fuego parecía ocultarse resbalando por las montañas, semejaba un mítico tritón, atento, expectante, como si del suave clamor del mar, surgiese un canto, una llamada, un suave susurro que pronunciase su nombre.
En tierra, sobre las arenas frescas del atardecer, mientras las mujeres cargaban con las cestas del pescado, los hombres le ayudaban a varar y limpiar la embarcación con unos cuantos cubos de agua salada del mar. Después lentamente, se dirigían hacia el pueblo. Éste de estrechas calles, estaba formado por pequeñas casas y barracas de blanqueadas fachadas. Las pocas tiendas y tabernas permanecían abiertas. Por doquier se respiraba paz y tranquilidad. Desde una ventana abierta, salía la voz de una madre arrullando a su hijo. En medio de la calzada, la chiquillería saltaba a la corredera, mientras los mayores sentados a las puertas de sus casas en coloquiales grupillos, comentaban las incidencias del día, quizá sencillas e insignificantes para los profanos, pero auténticas, llenas de vida, de ilusión, de nobleza y cariño, como la vida misma de cada uno de ellos.
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Una tarde de aquel frío febrero, muchos de los vecinos del Cabañal se dirigieron corriendo y alborotados hacia la playa.
El mar embravecido, batía con fuerza sus olas, que crecidas y entre remolinos de espuma, se adentraban osadamente en la playa unos cuantos metros. El viento, salpicaba de agua el rostro de los hombres que con el chubasquero puesto, oteaban el mar con impaciencia, intentando distinguir algo en ese horizonte oscilante donde mar y cielo se confundían en tonos grises plomizos. Un negro nubarrón se desgarraba en el destello cegador de un rayo, y la lluvia caía en fuertes gotas sobre mar y tierra.
– ¡Allí…, allí…! – gritó alguien, hacia quien todos volvieron sus miradas.
– ¡Mirad allí, por Levante!
– ¡Sí…, sí…! – afirmaba otro -. ¡Es una embarcación!
Los curtidos rostros de aquellos hombres azotados por el viento, empapados de agua, ateridos de frío, parecieron transformarse en un gesto de esperanza. Alguien sugirió entonces:
– ¡Venga, voluntarios!
En pocos segundos, todos se agolpan alrededor de un bote de remos.
– No, todos no, sólo cabremos seis. ¡Los más jóvenes!
Se eligió deprisa, con el ansia reflejada en sus rostros a los más fuertes y expertos. Con los salvavidas puestos, se ataron entre sí a una fuerte maroma que en la playa sostenían el resto de los hombres, mujeres y niños. Subieron como pudieron en una pequeña y dura embarcación, y con las manos asidas fuertemente a los remos, batallaron con el mar que embravecido los devolvía una y otra vez a la orilla con fuerza. Mil veces los zarandeó, los inundó de agua, y ellos insistieron con una sola idea en sus mentes. ¡El amigo desaparecido! Batearon con fuerza los remos, hasta que al fin, con tesón, consiguieron adentrarse en el mar.
Desde la orilla, las mujeres con los ojos llenos de lágrimas, rezaban en silencio a la “Castellereta de Cullera” para que todo saliera bien, mientras los veían subir, bajar, desaparecer, emerger de nuevo, como en un tobogán maldito cuyo precio del viaje podía ser la propia vida.
– ¡Ya han llegado! – gritó Pascualet, un joven chaval, que encaramado en el palo de un falucho seguía como otros tanto la escena.
– ¡Uno se ha tirado al mar y está subiendo a la barca a la deriva! – gritó de nuevo.
El silencio, era ahora total entre los presentes. Sólo el rugir del mar que parecía más acentuado, y más terrible, lo llenaba todo, acompañado de vez en cuando por el cegador resplandor de algún relámpago.
Pasaron unos momentos de angustia. De pronto, sonó dos veces la caracola. – ¡Era la señal convenida! – Entonces todos a una, tiraron con fuerza de la maroma atada al bote de remos. Fue una lucha de titanes, un esfuerzo de héroes, un trabajo arduo y agotador. Hasta que al fin, después de un duro batallar, el bote entró en la zona de fuerza de las olas que lo lanzaron hasta la orilla.
Los esforzados tripulantes estaban agotados, ateridos de frío, al borde de sus fuerzas.
Bajaron en silencio un cuerpo sin vida. Era el Tío Corono. Su semblante estaba lívido, pero sereno, mucho más tranquilo, que el de esos hombres que lo sostenían entre sus brazos con las mandíbulas apretadas, con la garganta atenazada, para rechazar con escozor las lágrimas que querían aparecer en sus ojos.
Así fue la vida del Tío Corono, al que todos querían y respetaban. Murió en el mar que tanto amaba. Y hasta algunos llegaron a pensar, que quizá hubiera preferido que el propio mar le hubiese dado sepultura. Pero. ¿Quién puede saberlo?
Alguien comentaba entre sollozos:
– ¡Pero este hombre, con todo lo que sabía, cómo ha salido al mar esta mañana con este temporal!
Pero la historia se repite una y otra vez entre los pescadores. La barca, el mar, el hombre. Tres componentes de vida, de trabajo, de libertad, de extraño entendimiento, de desconcertante amistad, de imprevisible fin. Amor ancestral en el hombre por el mar, al que responde éste con un mudo abrazo de muerte, en algunas ocasiones.
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