José Antonio Olmedo: Un día cualquiera

1er Premio de Narrativa V Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2014

UN DÍA CUALQUIERA

“Que un ser humano debe ser totalmente suprimido de la sociedad porque es absolutamente malo, equivale a decir que la sociedad es absolutamente buena, lo cual ninguna persona sensata puede creer en la actualidad”.
Albert Camus

Eran las nueve de la mañana en Kismayo, una ciudad portuaria en la región de Jubaada Hoose en Somalia, una ciudad fundada por los Bajuni, una población mixta formada por bantúes y árabes. A esa hora, los pescadores del río Juba -que desemboca en el Índico- se preparaban para recibir la primera remesa de pescado que después sería vendida en el mercado.

Kismayo estaba gobernada por milicias de Al Shabab, grupos de señores de la guerra que intentaban instaurar un estado musulmán de corte wahabí tras haber combatido durante años en largas guerras civiles contra tropas de AMISOM, fuerzas etíopes y milicias progubernamentales.

Aisha Ibrahim Duhulow era una muchacha risueña, de cabello negro y complexión delgada, llegó a Kismayo hace tan sólo unos meses, provenía de Hagardeer un campo de refugiados ubicado al nordeste de Kenya. La joven vivía con su padre, un respetado carpintero en la región, su madre falleció hace dos años de pulmonía.

Hace unos días que Aisha celebró su trece cumpleaños y de camino a la escuela -y sin decírselo a nadie- quiso estrenar un perfume de contrabando que su padre le regaló. Salió como todos los días, con su mochila a la espalda, caminaba unos pasos y después volvía hacia atrás para oler el rastro de aquel aroma tan exótico, cerraba sus ojos y sonreía al comprobar que era muy agradable. Aisha no conocía el amor de pareja, aunque su cuerpo ya sufría los periódicos dolores de la menstruación, nunca besó a nadie ni había sentido atracción física por ningún niño de su edad. Ella miraba el mundo a través del cristal de los sueños, unos sueños llenos de imposibles e inocencia.

En su trayecto a la escuela pasó por delante de un cuartel militar, en la puerta, un miliciano distraído leía un periódico cuando el olor del perfume de la niña llamó su atención y observó cómo se alejaba. El joven guerrillero, que ya se había fijado en Aisha en otras ocasiones, advirtió a dos milicianos más que estaban en el interior del cuartel y salieron detrás de la pequeña. Cuando tan sólo faltaba una manzana para que Aisha llegara a la escuela los milicianos le interrumpieron el paso, la muchacha asustada quiso huir pero entre los tres hombres la retuvieron y la forzaron a marcharse con ellos. Caminaron durante unos minutos, los chicos iban armados y la condujeron hasta una fábrica abandonada, allí, quitaron con cuidado la tela que envolvía su cuerpo y su rostro y quedaron prendados tanto por su belleza como por el aroma que desprendía. La muchacha jadeaba, sus ojos lagrimeaban nerviosos, los milicianos depositaron su envoltura con cuidado para después volvérsela a colocar intacta. Uno de ellos apagó un cigarro, el otro dejó sus armas en el suelo, y los tres se quitaron varias cartucheras de balas que llevaban por el cuerpo. La niña aterrorizada temblaba como un cachorro recién nacido, uno de sus secuestradores se acercó y le arrancó la camisa de un manotazo, ella gritó y le propinaron un revés en la cara, la estiraron del pelo mientras otro de ellos le quitaba los pantalones. La pequeña observaba las ventanas sin cristales de aquella fábrica esperando que alguien viniese a rescatarla, pero era tal el miedo que sentían los habitantes de Kismayo que nadie hacía nada por nadie.

Los milicianos abusaron de ella, primero uno, después el otro, y así sucesivamente se fueron turnando, mientras la golpeaban y realizaban con ella toda clase de atrocidades.

Cuando se hallaron saciados la soltaron, estaba semiinconsciente, uno de ellos sacó un machete de grandes dimensiones y lo colocó en su cuello, la niña con los ojos medio cerrados podía oler su apestoso aliento alcoholizado, aquel bastardo la amenazó con matarla si contaba algo de lo que había ocurrido, la pequeña se desmayó, le arrojaron su ropa y su mochila y se marcharon de aquel lugar.

Aisha no pudo acudir a clase aquel día, a las dos horas de aquel suceso despertó entre los escombros, todo su cuerpo era una herida, tocó su vientre arañado con su mano, una vida estaba gestándose en su interior, se vistió e incorporó como pudo y regresó a su casa. Su padre al volver del trabajo por la tarde la encontró en su habitación, golpeada, ensangrentada y llorando desconsoladamente. Se sentó a su lado en la cama y la agarró por los brazos, vio su semblante martirizado y le preguntó qué había sucedido, la pequeña guardaba silencio pero tras la insistencia de su padre por saber el motivo de su estado, Aisha, entre llantos y balbuceante, confesó la violación y agresión de los milicianos. Su padre, compungido e impotente la abrazó y lloraron juntos.

Al día siguiente, mientras ambos desayunaban, su padre le reprochó que hubiera hecho uso del perfume sin su permiso, aquel había sido un regalo para ser disfrutado en fiestas familiares, la pequeña no comprendía los reproches de su padre, en su interior ardía un gran deseo de venganza, de justicia, pero el padre la aconsejaba que no dijese nada a nadie y lo dejase correr. Aisha transformó todo su dolor en rabia y reveló a su padre que tenía intención de denunciar los hechos ante las autoridades, algo que su padre desaconsejaba por completo. Las leyes de países en guerra o divididos por etnias o creencias no garantizaban la justicia a sus habitantes entre muchas otras cosas, pero eso era algo que Aisha ignoraba. Hablaron durante largo tiempo y antes de marcharse al trabajo, su padre la convenció para que se quedase unos días en casa, por lo menos hasta que sanasen las heridas de su cara y de sus ojos ya que las demás podría ocultarlas con sus ropajes. La muchacha asintió, pero en cuanto su padre salió por la puerta cogió sus cosas y se dirigió a la comisaría más cercana. Los milicianos, que temían que la niña desobedeciese sus amenazas y los denunciara, ya habían previsto esa posibilidad y colocaron a un muchacho de la calle a que espiara en la puerta de su casa. Cuando Aisha salió a la calle, el chico encargado de vigilarla salió corriendo a avisar a sus compinches. La joven anduvo una calle, otra, y cuando finalmente iba a llegar a su destino volvió a cruzarse en su camino con los milicianos sonrientes. Esta vez la agarraron, la subieron a un jeep y la llevaron al cuartel, allí fue introducida en una celda. Ella gritaba y gritaba mientras uno de los milicianos daba órdenes a varios chicos descalzos que solían jugar por las calles del barrio, Aisha observó cómo les entregaba a cada uno unos chelines y se despedían presurosos. No comprendía bien qué estaba ocurriendo. Transcurridos unos minutos empezó a escuchar gritos y voces en la calle, un murmullo, un gentío que poco a poco iba creciendo. Los muchachos sobornados corrían por los suburbios propagando a voz en grito a los vecinos que a las seis de la tarde habría una lapidación, existía una ley muy vigente que obligaba a todo aquel que escuchara un llamamiento como este a asistir a la cita.

A los más curiosos que se acercaban a preguntar el motivo del castigo así como la identidad del ajusticiado, se les respondía que la víctima tenía veintitrés años y que su delito había sido el adulterio, por supuesto que a nadie le permitían verla. Aquello comenzó a correr como la espuma. En el estadio de las lapidaciones comenzaron los preparativos. Avisaron al anciano que presidía la comunidad religiosa local, hicieron un pedido a la cantera. Transcurrieron unas horas, antes de que unas señoras comenzasen a amordazar a la pequeña, entró en el calabozo -por casualidad- el acompañante de un preso que casualmente era un buen amigo del padre de la condenada, así que, tras quedar sorprendido por saber la identidad del próximo lapidado, se marchó de allí disimulando en dirección al taller de carpintería de su padre. Faltaban cincuenta minutos para la ejecución cuando las señoras encargadas de amordazar a la pequeña lo hicieron y cubrieron todo su cuerpo con un sudario blanco.

En el estadio comenzaron a congregarse decenas de personas. Aquel recinto era custodiado por grupos de milicianos armados, ya se había avisado a un grupo de sanitarios, el amigo del padre llegó al taller de carpintería pero uno de los trabajadores le comunicó que el padre de la pequeña había salido a comprar unos materiales.

A través de unos altavoces colocados en postes comenzaron a emitirse unas oraciones que repetían las gentes del estadio, cada vez eran más y más, un número asombroso de personas que dejaban aquello que estaban haciendo para presenciar un espectáculo terrible. Unos muchachos comenzaron a excavar la tierra mediante pico y pala por orden del líder religioso, poco a poco fueron amontonando la tierra que extraían y abrieron un hueco en el suelo aproximadamente de noventa centímetros de hondo por ochenta centímetros de ancho. Los relojes ya marcaron las seis de la tarde. Parecía que no cabía un alfiler en ese estadio, cerca de un millar de personas esperaban intranquilas la llegada de la condenada. En aquel momento llegó el jeep con el cuerpo envuelto de la joven, se produjo una algarabía en la muchedumbre, los espectadores propinaban insultos y maldiciones, estos acontecimientos servían para que todo aquel reprimido desahogara todas sus frustraciones y su furia impunemente.

Extrajeron a la niña del interior del vehículo entre varias personas, la cargaron e introdujeron en el agujero en posición vertical de manera que sus pies quedaban enterrados. Unos muchachos cargados con palas comenzaron introducir la tierra extraída de la excavación nuevamente en el interior del agujero de manera que la persona allí ubicada quedaba perfectamente erguida y atrapada. El líder de la comunidad religiosa comenzó a proferir rezos que los presentes contestaban. Los cánticos por megafonía cesaron. La multitud calló. Nadie osaba interrumpir el silencio. La pobre niña respiraba dificultosamente y rascaba con sus pies desnudos la tierra apelmazada entre sus dedos.

En ese instante se escuchó un ruido de motor cada vez más intenso, se trataba del camión de la cantera que venía cargado de piedras. La gente comenzó a apartarse para que el camión se acercara y cuando hubo llegado al lado de la víctima, unos muchachos que iban con la mercancía vaciaron las piedras del camión ayudándose de unas palas. Las rocas debían ser lo suficientemente grandes como para causar daño y lo bastante pequeñas como para no ocasionar la muerte de forma rápida.

El líder espiritual de la comunidad se puso frente a la víctima, a su alrededor todo el suelo estaba cubierto de piedras de varios tamaños, en ese preciso momento el padre de la niña llegaba al estadio y se abría paso entre la multitud. El líder religioso tomó una piedra del suelo, la mostró a la multitud y la lanzó contra la niña. Esa era la señal para que todos los demás procedieran a hacer lo mismo y así fue, el silencio se rompió con una maraña de gritos e insultos, una piedra golpeó la espalda de Aisha y le quebró una costilla, la siguiente le impactó en la pierna, hombres, mujeres y niños lanzaban con furia sus guijarros, el polvo se levantaba en una nube, el padre gritaba y gritaba, no conseguía llegar al lugar de los hechos. Otra piedra impactaba en la cabeza de la muchacha provocándole una brecha, otra en el cuello dejándola malherida, su cuerpo se inclinaba, y poco a poco la sábana blanca que la cubría se fue tiñendo de rojo, su cuerpo se retorcía, se inclinaba, otra piedra a la cabeza, otra a la espalda y así fue sepultada por un manto de piedras, ya no se veía su cuerpo, así que todos detuvieron sus lanzamientos y se hizo de nuevo el silencio. Una voz gritó para que alguien comprobara si todavía estaba viva, por lo que el líder espiritual ordenó a unos sanitarios que retiraran las piedras que la cubrían y constataran sus signos vitales, dos muchachos se arrojaron al suelo y con sus manos retiraron las piedras. Algunos presentes tenían el corazón en un puño, no se atrevían a llorar pero el miedo los atenazaba. En ese momento el padre alcanzó el lugar de la lapidación e intentó arrojarse sobre su hija, pero unos milicianos lo detuvieron y lo colocaron frente al sabio religioso. El padre gritó que la niña sólo tenía trece años, lo gritaba una y otra vez, a lo que el líder le contestaba que el pecado de adulterio es el mismo en todas las edades. El padre lloraba sin consuelo, no se entendían sus palabras, cuando uno de los sanitarios ya acercando su oreja al cuerpo de la joven pidió silencio a la muchedumbre. Escuchó durante unos segundos y pudo comprobar cómo la niña todavía emitía sonidos guturales así que gritó que todavía estaba viva. El caudillo de la comunidad ordenó que siguieran lapidándola hasta la muerte y el padre enloqueció de tal manera que entre tres hombres no eran capaces de sujetarlo. El público volvió a armarse de piedras pero en un grupo de personas surgió la piedad y se colocaron delante de la niña, querían protegerla y evitar que siguieran masacrándola, se produjo una situación violenta, se amenazaron unos a otros, los milicianos armados se acercaron al núcleo de la protesta, el padre quería zafarse de sus captores, la niña movía ligeramente su cabeza. Después de unos segundos de tensión se llevaron a la fuerza al padre unos metros más lejos, un miliciano perdió los nervios y lanzó una ráfaga de balas con su ametralladora a los sublevados, esto produjo que se dispersaran, un niño resultó herido, al momento la muchedumbre se acercó y prosiguieron con la lapidación. Una piedra fue lanzada al ojo y lo hizo explotar, otra fracturó un brazo, otra impactó en varias costillas, bajo el sudario, las plegarias, la sangre y las lágrimas se mezclaron con un último estertor de muerte, Dios no tuvo a bien salvarla y ya fallecida, siguió siendo apedreada. Se escucharon llantos entre la gente, todos se detuvieron y comenzaron a retirarse, se acercaron los muchachos de las palas e hicieron un ademán para que se volviese a acercar el camión, entonces comenzaron a cargar de nuevo las piedras para dejar limpia la zona. Una mujer lloraba desconsolada por encima de todas las demás, era la madre del niño herido en la ráfaga, había muerto y sostenía su cadáver entre los brazos. Soltaron al padre y al borde del desvanecimiento se arrojó sobre las piedras que sepultaban a su hija, con zarpazos histéricos trataba de apartar las piedras pero al mismo tiempo se lesionaba y sangraba, lloraba y gritaba de una forma tan descarnada, que algunas personas se ofrecieron a ayudarle. Cuando casi los huesos asomaban por las yemas de sus dedos descubrió el sudario ensangrentado de su hija, la agarró e intentó levantar su cuerpo pero no pudo porque tenía sus piernas sepultadas en la tierra, así que se puso a excavar con sus manos, los demás lo ayudaban, hasta que por fin pudo cogerla en brazos. Entre lágrimas proclamaba oraciones, dejó su cuerpo en el suelo y se dispuso a descubrir su cuerpo, algunos se opusieron a ello, la visión destrozada del cuerpo de su hija podría trastornarlo para toda la vida, pero él forcejeó con quien trató de impedírselo y finalmente la descubrió. Aquella imagen lo impresionó de tal manera, que su pelo encaneció de repente y quedó sin habla. A su alrededor, los demás cubrían sus ojos, la cara de la niña era la viva imagen del espanto, no había palabras para describir tanto dolor. Aquel hombre cayó de rodillas y perdió el conocimiento. Todo volvió a la normalidad en Kismayo, el estadio quedó vacío y cada cual volvió a su rutina. Ésta era simplemente una historia más de tantas que aquí sucedían, lamentablemente había personas acostumbradas a esto, otras horrorizadas trataban de huir dentro de sus posibilidades por temor a que les sucediera lo mismo. Lo cierto es que el padre -días después- quiso denunciar los hechos, contar al mundo la verdadera historia de su hija, que nunca fue mancillada por un hombre y por lo tanto nunca fue infiel, que todo fue una mentira inventada por sus violadores para deshacerse de ella porque tuvo el valor de contarlo. Pocos le hicieron caso, incluso en una radio local proclamaban que la mujer de veintitrés años se había presentado en dependencias de las autoridades a confesar su adulterio y se entregaba voluntariamente a sufrir las consecuencias de su pecado. Todo un complot a nivel general para encubrir la vulneración de los derechos humanos, para encubrir la perversa utilización del poder y conseguir satisfacer a toda costa los vicios y placeres.

Pocos creyeron la verdad. Tanto que en los días siguientes y después de que el padre comunicase la noticia a los medios, ninguno se hizo eco de ello y seguían llenando sus portadas con titulares excéntricos y frívolos. Una vergüenza que, por desgracia, sigue repitiéndose a día de hoy.

© Heberto De Sysmo

© José Antonio Olmedo López-Amor ver currículum »