TENER POR QUÉ MORIR
«Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. De nuevo siento en mi pecho un vacío devorador que sólo colma el calor de tu cuerpo abrazado al mío».
André Gorz. Carta a D. Historia de un amor
Dureza de corazón
(Vértigo)
Vagamos tiempo atrás en la inocencia,
en ese albor que la traición disipa.
Ambos dolimos mudos, fuimos indefensión,
el mal nos hundió en llanto
pero no sucumbimos al veneno del odio.
Sobrevivimos siendo fuego
entre corazones de hielo.
Volvimos del fracaso y la derrota
completamente llenos de ternura.
Resistir el azote del desdén,
resistir el adiós de almas queridas
reconvirtió a los mártires
en héroes anónimos;
héroes que se aman, que nos amamos,
más allá del engaño y la desidia,
más allá de razones y de tiempos
con la belleza incólume
de cielos intocados.
Dulces perdedores
(Adelgazamiento)
No triunfaremos,
porque ello exige ser
un poco más malvados.
Nuestra lucha es absurda,
no hay reconocimiento para el que ama.
La santidad de ser —los dos al tiempo—
aquello que debemos
será la salvación, la confusión,
será el precioso añil de negros tiempos;
proeza,
carne de burla,
prebenda única a tal esfuerzo.
Converso a tiempo
(Tos)
Creí en el viejo método del ciego:
apartarme del mundo,
buscar la soledad —y la lectura—,
abstraerme, obstinarme
en la obediencia a occipitales credos.
Sentí perder el tiempo si vivía,
me olvidé de la esencia.
Hasta que un día la posible pérdida
de ese amor resistente por tus dones
turbó mis ojos de otra forma;
¡qué equivocado estuve!
Así a partir de entonces
juré no defraudarte,
pues era defraudarme
y defraudar al mundo.
Reconocerme en ti
(Disnea)
No deberíamos sobrevivir
a nuestros hijos.
¿Cuándo vendrá la muerte?
La muerte de los cuerpos.
En nuestro primer beso sentí mis labios;
en el primer abrazo reconocí mis brazos;
y así fue siendo,
en las primeras veces
ya lloraba en silencio por las últimas.
Reconocerme en ti
es lo más grande que he vivido,
acariciarte,
despertarme a tu lado,
no ser jamás poeta,
ser poesía.
Aceptación de la muerte
(Dolor torácico)
Mi cuerpo, como el tuyo,
será víctima más de los procesos
de esta vida y su herrumbre.
En las arrugas
apenas quedará —de luz— espasmo,
apenas nuestros cuerpos
podrán andar dos pasos;
esa distancia eterna
para el deseo inmóvil.
No maquillemos más las calaveras,
cuando el polvo regresa
todo lo cubre.
El tiempo hará el trabajo de las lenguas:
pudrir lo incorruptible.
Nos amaremos después de la muerte
(Síndrome de Horner)
Seremos lo que hagamos juntos;
serena devoción del dulce daño.
No hay pecho que soporte tanto magma,
no hay ciencia que lo explique ni nos cambie.
Vi por primera vez el mar
en tu mirada,
tu cuerpo en mi caligrafía,
mi bondad a tu lado;
ya nada retendrá
a este alma en primavera;
tu amor desatará los nudos,
el mío, en la deriva, será el faro,
y bogaremos juntos, hacia el norte,
muy lejos de la envidia en tolvanera,
lejos de todo cuanto exista
para amarnos después de haber amado.
Consagración
(Muerte)
Siempre escribí por ti,
ahora para ti y me contradigo,
pues prometí no hablar de amor,
no hablar en verso,
pero el amor empuja.
Tu amor me enseña y me equivoca,
mis sentimientos danzan
—lo quiera o no— por tu hermosura.
Tener por qué vivir, después de todo,
tener por qué morir.
© José Antonio Olmedo López-Amor ver currículum »