Artículo publicado el 30 de mayo de 2007 en el periódico Valéncia Hui
ALGO QUE DECIR SOBRE LA LEY DE PARIDAD (II)
Retomando el tema «Paridad», aprobado el pasado quince de marzo, y que viene a intentar poner en funcionamiento al dormitante artículo 14 de la CE, en virtud de la «no discriminación por razón de… sexo…»; hay que decir que la tan deseada aspiración de igualdad efectiva, que en España empieza a ver la luz, no es el fruto de un invento reivindicativo iniciado con los movimientos decimonónicos feministas, sino, una razón de justicia histórica que aspira a la reparación del daño provocado por el oscurantismo y la dominación política a que ha estado sometida la mujer.
Según Esiodo, entre los primeros dioses, la principal es Gea, la Tierra. De ella nacen sus descendientes, incluso, Urano, su marido.
Vemos como en los tiempos más remotos de que podemos extraer alguna documentación, hay un matriarcado divino que, lógicamente, dado que es creación de la necesidad humana, está presente en el curso de la dirección social y por tanto, afecta a las mujeres con presupuesto de poder.
Cuándo y por qué se llegó a la conveniencia masculina de cambiar el predominio femenino por el masculino, es una pregunta de respuesta incierta. Quizá esto empezara a suceder en la Edad del Bronce, por los asentamientos cercanos a los yacimientos, fuente originadora del comercio, y por tanto, de rutas de trasiego continuo y de luchas entre autóctonos y foráneos, que obligaron a la mujer a procrear y proteger a sus hijos para asegurar la continuidad del poblado y con ello, la fuente de riqueza familiar.
Con este menester las mujeres quedaron al margen de las iniciativas legislativas y de la realidad jurídica.
Pero ya que la realidad social corre pareja con el dictamen divino, hay que ajustarla a la nueva situación de preeminencia masculina que se pretende imponer, con la menor lesividad posible; y la solución a esta disociación no es otra que apelar a la voluntad y al ejemplo de los dioses, convirtiendo lo sobrenatural en modelo obligado de realidad social; cuando en sus inicios fue todo lo contrario.
En la mitología griega la divinidad masculina ocupa, para legitimar la usurpación, la atribución femenina generadora de vida. Ya no es Gea la diosa predominante, sino Zeus. Y vemos como el elemento masculino es capaz de dar a luz al elemento femenino: Atenea nace de la cabeza de Zeus, Afrodita de la espuma del mar, que es el esperma de Urano que había sido castrado por su hijo Cronos.
Ya en las Euménides Esquilo afirma que la madre no es realmente la madre, sino la nodriza alimentadora del nuevo ser. Con la creación de las grandes religiones patriarcales: judía, cristiana y musulmana, la mujer se convierte en un ser inferior. Ha de ser fiel, para asegurar así la legitimidad de los hijos y que éstos puedan recibir el patrimonio del padre.
En el medievo se pensaba que durante el acto sexual el varón depositaba en el cuerpo de la mujer un «homúnculo», un hombrecito pequeño con alma y todo, que se pasaba los nueve meses creciendo sin recibir de la madre aportación alguna que le vinculase a él.
Vemos como su encierro, la restricción de sus responsabilidades y de su instrucción, se convierten en la garantía de poder para el hombre.
El derecho natural, convertido en derechos humanos por medio del positivismo jurídico, esta sometido paradójicamente a una constante violación en su aplicación, ya que no se le ha dado a la mujer la participación efectiva como representante del más del 50% de la población mundial.
Isabel Oliver González ver currículum »
Presidente del Ateneo Blasco Ibáñez