Mercedes Huertas Giol: Las Trenzas

1er Premio de Prosa XII Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2021

El techo abuhardillado tenía el encalado blanco desconchado en pequeños cachitos. El colegio se había terminado y allí estaba yo contemplando las musarañas. Me dí la vuelta y vi la foto. Era la foto de fin de curso. La típica foto escolar, donde el mapa de España lucía al fondo, una bola del mundo sobre el escritorio, y yo con la sonrisa blanca hacía como que escribía. Me sentía importante.

El colegio nunca me gustó, aunque siempre he sido una persona curiosa. Don Fermín, director y maestro de los pocos colegios que habían, nos recibía al entrar en clase con el canto del himno de la falange Prietas las filas, y al marcharnos, nos despedíamos con el Cara al sol.

Todavía puedo recordar su letra hoy. “Letra que con sangre entra…”. Qué espacio en la memoria más inútil, me digo con tristeza.

Don Fermín me tenía por parlanchina y no sé por qué, así que él me sentaba junto a su pupitre, lugar deferente para tirarme de las trenzas. Mi hermano Pepito y yo no eramos estudiantes de asistencia anual, íbamos cuando había dinero extra y gracias al esfuerzo de mi madre. Mi padre había sido bien educado y luego autodidacta, no había dejado de aprender a lo largo de su vida, pero de nosotros esperaba que nos apañaramos por nuestra cuenta. Él era capitán de cabotaje y aunque la mayor parte de las veces navegaba por la costa mediterránea, en otras ocasiones se embarcaba en viajes largos, en los que recorría diversos continentes, y no lo veíamos por casa en meses.

Vivíamos alquilados en el desván de una casa de tres pisos del Cabanyal, muy cerca de la playa. Un barrio de pescadores en su esencia, que organizaba sus casas, cada una única, en paralelo a la línea del mar. Una configuración que era diferente a la típica circular, que se organiza alrededor de una iglesia. La buhardilla, era fría en invierno y calurosa en verano, ya que aunque la construcción de la finca era de las mejores del barrio, habían partes de cañizo que no disponían de los materiales aislantes de hoy en día. De todas formas, en aquella época la vida se desenvolvía en la calle y no en las casas.

Me despertaba el trinar energético de las golondrinas de las mañanas veraniegas. Se colaba por mi ventanita, invitándome a levantarme de la cama. Me vestía cantando y me calzaba las sandalias de la Casa Segarra. Era el fabricante que surtía al Ejército y a todo el barrio. Eran muy resistentes, y las usábamos ya fuera en verano o en invierno, con calcetines o sin ellos. Aunque yo era madrugadora, mi madre me ganaba y ya estaba lista para ir al lavadero. Me sentaba en un taburete, y ella con agua y un peine me quitaba los nudos del pelo y me hacía unas largas trenzas. Era un ritual matinal que percibía como una tortura, revelándose en lágrimas saladas que se fundían con la brisa del mar sobre mis mejillas. Pero después, me veía guapa con aquellas trenzas de brillo azabache.

Yo era pequeña de edad pero fuerte, de hecho siempre he sido alta para la media de niñas y niños de la época. En clase era la más alta y quizá es por este atributo que la tenía tomada conmigo don Fermín. Siempre estaba en su punto de mira para deshacerme las trenzas a tirones.

Cogí el jabón, la lejía y el almidón y lo metí dentro del cesto de mimbre. Mi madre y yo bajamos y nos fuimos al lavadero que estaba en la esquina. Algunas vecinas en mejor situación económica le daban su ropa sucia para que ella la lavara a cambio de unas pocas pesetas. En el lavadero, subida en una banqueta, yo remojaba los trapos en una de las pilas, mientras mi madre frotaba vigorosamente las sábanas. Aquellas sábanas parecían las velas de un barco. ¡Dios mío!, aquella mujer delgada a causa de la posguerra, sacaba las fuerzas de no sé dónde para alimentarnos. Mi padre navegaba duramente por el mar pero tenía la oportunidad de nutrirse de otras culturas, mi madre, sin embargo, hundía y sacaba sus brazos en el agua de aquellas enormes pilas, lavando las miserias de otra gente por un trozo de pan negro.

El subsuelo de El Cabanyal estaba trufado de manantiales y los lavaderos abundaban. Había mucho que lavar en aquel momento social, pero como diría el filósofo: nada de lo humano me es ajeno.

Al volver del lavadero, estaba Conchita, una vecina, cambiando con el trapero papeles viejos y una piel de conejo seca, por un jarrón de latón que brillaba bajo el sol y a mi me parecía un tesoro. Todo brillaba en ese comienzo de verano. El formidable cielo potenciaba la blancura de las sábanas que mi madre recién había lavado. El olor cálido a jabón Lagarto lo envolvía todo. Después de esta tarea, mi madre nos dejaba, a Pepito y a mi ir a jugar a la calle con nuestras amigas Pepica y Encarneta. Mi hermano se bajaba un TBO y lo devoraba una y otra vez sentado en un bordillo. Pese a lo que costaba ganar una peseta, mi madre era de las pocas personas que compraba el TBO para que nos entretuviésemos. Los amigos del barrio, Pepica, Encarneta, Domingo, Paquito, subían alguna tarde a mirar los tbos con nosotros, y como el suelo era de madera retumbaba sobre el piso de abajo, así que cuando bajabamos todos a la calle, el francés salía al rellano de la escalera con la escoba amenazando con pegarnos, y todos saltábamos los escalones de dos en dos, como alma que lleva el diablo. ¡Qué risa nos entraba!

La vida en las calles del Cabanyal era la de un pueblo que se pone en pie al despuntar el alba. Los hombres iban a pescar, a la huerta, a calafatear, a tejer las redes, o al mercado a vender la mercancia. El “granerer” íba por las casas cargado de palma, y la gente le daba los palos o cañas de la escoba y él las rehacía allí mismo, en un rato. Lo que más me gustaba del barrio, era cuando las vecinas organizaban en verano las verbenas. Cada calle tenía la suya. Era algo tradicional y popular.

Así que las niñas y niños, nos reuníamos y ayudabamos a preparar “les banderetes”, con papel de seda de colores. Y allí íbamos Pepito, Pepica, Encarneta y yo a la droguería de Ricardo a por cola de conejo para pegar el papel de seda al cordel. Nos divertíamos con aquellas manualidades porque era nuestra calle y queríamos que quedara bonita. Por la tarde noche, voces de niños y mayores se unían al repiqueteo de un sonido que rebotaba como una bola de billar de una acera a otra. Era el parchís que se jugaba a las puertas de todas las casas. También la baraja estaba presente, y aunque pudiera parecer más silenciosa, las cartas se golpeaban sobre la mesa enfatizando un resultado ganador. Las noches a la fresca eran muy agradables y todo el mundo disfrutaba de la calle. Nosotras jugábamos a saltar a la cuerda. Carcajadas, discusiones y mosquitos, todo picaba los cuerpos. Dentro de las casas hacía calor y sólo se entraba por dos motivos que todos sabían y que son parte imprescindible de la vida.

La armónica del afilador daba paso a otro día y repitiendo su sonsonete me lavaba la cara. Era jueves, día de mercado en El Cabanyal. Los vendedores montaban los tenderetes e iban escampando sus mercancías sobre una tela en el suelo. Este día, yo soportaba con mejor humor los tirones del pelo mientras me hacía las trenzas. Bajaba a saltos los escalones al piso de abajo. Allí vivía la señora Lucía, la francesa, con sus dos hijos. Me encantaba aquella mujer, la consideraba como mi abuelita. Disfrutaba peinándola y recogiéndole el pelo en un moñete. Era muy mayor y tenía artrosis en las manos con una deformación muy visible. Por eso yo, aún siendo niña, a menudo le lavaba el suelo arrodillada o le ayudaba en las faenas de la casa. Cogidas del brazo, íbamos a dar una vuelta por el mercado del jueves. Si tenía suerte ese día, la señora Lucía me compraría un merengue que devoraría con éxtasis. No siempre había regalo. Esta familia había llegado al barrio huyendo de la segunda guerra mundial. Su marido y uno de sus hijos habían sido asesinados por los nazis, pero aún le quedaban otros dos. Venían de Córcega creo recordar y hablaban francés. Aún así, era una familia acomodada, con estudios y empresas. El hijo pequeño, de unos cuarenta y pico de años, se había casado hacía poco, pero su madre lo obligaba a dormir en su casa, dejando a la esposa sola.

La señora Lucía era pequeña pero con mucho genio y se hacía su voluntad.

En el primer piso también vivían unos señores de estudios y negocio propio. La criada, Visantica, algunas tardes cuando terminaba de fregar los platos, mientras todos dormían la siesta, subía a charlar con mi madre. Visantica, había sido recogida por esta familia desde niña, y estuvo sirviendo allí hasta el día de su muerte como parte de la familia. De tarde en tarde, la gente que no tenía dinero, les pagaba sus servicios con género. Un conejo, una gallina…, entonces lo subían a casa de mi madre y mientras yo sujetaba el animal, ella lo mataba. A cambio le daban la cabeza, las patas y un trozo del higadito y mi madre nos hacía un arroz.

No recuerdo de que hablaban Visantica y ella…, ya que nos mandaban a jugar a la calle. Yo entonces bajaba un cuento que se llamaba La princesita Mio-lo-san. Y con mis amigas lo cantábamos mientras saltábamos a la cuerda, y aún hoy recuerdo los versos:

[…] Nadie al palacio puede llegar, / ni a la princesa puede mirar,
pues su abuelito lo ha prohibido / hasta que elija a su prometido
entre los reyes y emperadores, / nobles caudillos, grandes señores,
que han acudido hasta Pekín / en sus caballos o en palanquín
Llorando queda, con aflicción, / la princesita junto al balcón.
pero de pronto en su alazán, / hasta allí llega el blanco galán…

Entre tirones de trenzas y fantasiosas historias de príncipes azules que nos rescatarían, la verbena se adueñó de la calle con la intensidad hormonal de un joven verano mediterráneo. La Feria de julio se unía a la danza estival. Los vecinos del barrio íbamos formando grupos para ir a la Alameda.

Entonces, las carrozas estallaban en flores multicolores, en música y en fuegos artificiales, eran suficiente aliciente para encandilarnos y hacernos caminar desde el barrio hasta Valencia, cargados con sandías para luego comerlas allí. Tras pasar el día de fiesta entre juegos y risas, volvíamos de noche y pasábamos junto al cementerio. Era el turno de los mayores de reirse de nosotros los pequeños haciéndonos miedo, como si los muertos salieran a nuestro encuentro.

Recuerdo de modo muy real la humedad sofocante y que al llegar al barrio la brisa del mar me devolvía la vida. La siguiente noche, disparaban el castillo de fuegos artificiales, y los vecinos y vecinas subían al porche desde donde veíamos los fuegos artificales, pues en aquel entonces, la avenida Blasco Ibañez era huerta y no habían edificios que tapasen el cielo. No solo era el calor del verano, era el calor de todas aquellas personas con lo que yo me sentía feliz. Una gran familia.

El verano llegaba a su fin.

Una tarde gris, los franceses llamaron a mi madre. La señora Lucía había muerto. La llamaron para que la amortajara. Yo bajé con ella y sujetando sus pequeñas manos, retorcidas como ramitas de vid, con un pesar contenido, me despedí de aquella pequeña mujer. Entonces, vestir a los muertos o ayudar en los partos era faena de mujeres. Mi madre, tenía experiencia y ayudaba siempre que alguien lo necesitaba. Cuando fui adulta ella estuvo conmigo en casa, ayudando en los cuatro partos.

El barco que traía a mi padre atracó de noche con las primeras lluvias del otoño. Mi hermano que lo oyó llegar se vino a mi cama asustado y me preguntó “Quí és eixe home?1”. Al día siguiente, teníamos dos paquetes envueltos en papel marrón. Mi padre siempre nos traía un regalo cuando volvía de viaje. Los abrimos con mucha ilusión. Eran pijamas. Era un gran regalo. Nos los pusimos durante toda la mañana y bajamos a enseñarselos a los vecinos y a mis amigas.

Ese sol que brillaba sobre las olas de la mar y ese cielo mediterráneo, nos dejaba otro año más. Yo empezaba a ser más consciente del mundo. La luz de la infancia dejaba de ser plana para mostrarme volúmenes, relieves y con ellos sus sombras. La vida ya nunca ha tenido la pureza y la felicidad de entonces. Han venido otras alegrías, más maduras, pero ninguna comparable a aquella inocencia.

Me acaricio el pelo, ya sin trenzas, mientras comparo la fotografía escolar que me hicieron aquel verano con la del año siguiente. Aquella sonrisa de felicidad pura desapareció. Me convertí en una niña madura, formal y consciente.

1 ¿Quién es ese hombre?

© Mercedes Huertas Giol
ver curriculum ->