1er Premio Narrativa IX Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2018
OMAR
No sé hasta donde podré llegar con esta grabación. Voy a morir. Tampoco es que mis últimas palabras pudieran servir a nadie de mucho más que a mí mismo. Y más que a mí, tal vez a mi vanidad de contar una historia. La última. Tengo 18 años y voy a morir. Supongo que si fuera un anciano, también pensaría que no es tiempo de morir. Pero es que a los 18 años, no es tiempo de morir. Este bruto me ha metido una bala en el muslo y otra en el estómago. Como buen profesional, ha sabido que, si no estaba muerto ya, no tardaría más que algunos minutos en hacerlo. Después, me ha arrebatado el móvil que llevaba en mi pequeña mochila, y se ha marchado, seguro que con el convencimiento de que ya estoy haciendo en tránsito de la vida a la muerte. Y ha acertado. Tal vez por eso, no se ha molestado en sacar de mi mochila la pequeña grabadora en la que llevo la música que tanto aborrece. También se ha llevado mi documento de identidad, supongo que para hacer perder algún tiempo a quien encuentre mi cuerpo. En la ensoñación que da el transito de la vida a la muerte, he creído entender que me hacia una foto. Será para poder dar fe a los suyos de que estoy muerto.
Me llamo Omar. Soy español, puesto que en España nací hace 18 años, cuando mis padres cruzaron el Mediterráneo en una patera para recalar en la costa de Alicante, donde a un par de kilómetros de tierra, el bote de goma en que luego me contaron que viajaban 56 personas, fue interceptado por una lancha patrullera que les condujo a tierra firme. Me dicen que los demás, no corrieron la misma suerte que mis padres. Yo, de modo inconciente, fui el salvoconducto para que mis progenitores obtuvieran la residencia española. A los pocos minutos, mi madre fue llevada en una ambulancia al hospital donde comencé a berrear a las dos horas de haber pisado tierra española.
¿He dicho que me llamo Omar?. ¿Qué paradoja!. Mi nombre en la lengua de mis padres, que yo hablo también como la española, significa el de larga vida. Y con 18 años, siento la sangre viscosa y caliente, empapar mi cuerpo y mis palabras ante este aparato –que ahora va a machacar las canciones que nunca más oiré-, son cada vez más débiles.
En el significado que los árabes ponen a los nombres de sus descendencia, suelen acertar muchas veces, aunque evidentemente no ha sido mi caso. Mi padre se llama Aymar, que significa afortunado, y mi madre, Baasima, que es equivalente a sonrisa, que nunca se borra de sus labios.
Ahora que dejo esta vida –aunque sigo pensando que es la única que existe, hecho de menos mi falta de creencias en un más alla, que tal vez pudiera prestar consuelo a mis últimos momentos. Nunca he creído más que en las personas. Era mi primer año de bachiller. Y tiempo de ayuno. Aquella mañana, abrí la nevera y con un trozo de pan en la mano, me puse a untarlo de mantequilla y lo envolví en papel de albal. Mis padres estaban atónitos:
-¡Omar!. ¿Qué haces?–la voz de mi padre sonó como un trueno- ¿Vas a llevar comida al colegio?.
-Sí padre. Estoy harto de pasar hambre. De ayunos que mi cuerpo rechaza. No sé porque a vuestro Dios, ha de apetecerle que se le honre de esta manera.
-¿Mi dios? ¡Allah es nuestro Dios!. El de todos los creyentes. ¿Quién te has creído que eres tú para interpretar sus deseos?. Los que por todos los siglos nos ha transmitido el libro sagrado del Corán. – Mi madre, como siempre que algo la asombraba negativamente, había cambiado su habitual sonrisa por un gesto entre perplejo y contrariado, pero permanecía callada, jerarquizadamente, como de costumbre-
-Y ¿son también sus deseos, que los hombres maten a otros hombres en su nombre?- ni yo mismo me reconocía aquella mañana, la primera vez que me enfrentaba a mi padre-¿y son también sus deseos que mi madre, que todas las mujeres musulmanas, no tengan más vida ni más iniciativa que la que tú y que todos los hombres musulmanes, queráis concederle?.
¿Podéis ser adúlteros –en lo que yo sé, mi padre no lo era- sin cometer pecado y lapidar o repudiar en el mejor de los casos a las mujeres que lo sean?. ¡Preséntame otro Dios. Este no me sirve!. –Mi voz era varios tonos mas alta de la que un hijo debe utilizar en una discusión con su padre. La de mi padre había enmudecido por el asombro, por la rabia, por la impotencia. Me sentí mal, pero no era el momento de ceder terreno-.
Antes de que su ira, le impidiera responder, metí el bocadillo en la mochila. Me dirigí a la puerta de la casa y la cerré tras de mí, procurando no pegar un portazo. Ese día, no me comí el bocadillo. Se lo di al mendigo que siempre estaba en la esquina de la calle. Se llamaba Tomás, y ya había compartido con él alguno de los escasos euros que mis padres podían darme los fines de semana- Mi padre trabajaba en un viejo almacén de reciclaje, y mi madre limpiaba un par de casas por semana-. No nos faltaba para comer, pero en mi casa se prestaba mucha ayuda a los parientes y paisanos que habían ido llegando por la zona. Entre los musulmanes, estaba muy arraigada la buena costumbre de ayudarse entre ellos, y en eso mis padres sí que eran un ejemplo.
Noto como se me debilita la voz. No estoy seguro de que este aparato esté siendo capaz de recogerla. Siento la humedad pegajosa de la sangre, pero ya no me trasmite el calor que hace algunos minutos me prestaba su contacto con mi cuerpo.
Ahora, ya estaba totalmente integrado en el colegio. Ni el color de mi piel, ni la procedencia de mi familia, representaban ya ningún obstáculo en mi relación con los demás. Habían pasado los años de infancia, en los que los niños de primaria, no contaban para nada conmigo en el recreo. El “morito” de antaño, como me habían venido llamando, era hoy Omar: como Vicente, o como Edu. Ya había dejado atrás los tiempos en que los asientos contiguos al mío en el autobús, siempre quedaban vacíos. Los padres de los compañeros que prohibían a sus hijos jugar, o hablar conmigo, veían con total normalidad, ahora que nos concentrásemos en alguna de sus casas para hacer un trabajo en equipo. Debo confesar que yo no los llevaba a la mía en horas de rezos o ayunos, pero lo hacía más por que ellos no se sintieran incómodos que por mí mismo. Ya no necesitaba que Amparo, la profesora de sociales, les dijera a mis compañeros, con irritada voz, que yo era tan español como ellos. Y que aunque no lo fuera, tenían que respetar a todo el mundo por igual, al margen de su raza, su cultura o su procedencia en suma. De hecho, hacia años que gozaba de la amistad y del cariño, que los adolescentes, cuando se abren, te ofrecen “para toda la vida”.
El regreso a casa de aquel primer día en que rompí reglas, lo demoré todo lo que pude. Quiero a mis padres. Ellos mantienen sus creencias con todas sus fuerzas, pero son buenas personas. Se han ganado –como yo- el respeto de sus vecinos, y serían incapaces de hacer daño a nadie, ni de aprovecharse de nada que no haya sido ganado con su propio esfuerzo. Yo aplacé cuando pude el momento de la tormenta familiar que yo mismo había propiciado por la mañana. No estaba arrepentido. Ni siquiera temeroso por mí. Pero sentía en mis propias carnes el dolor que les había causado. Un dolor tan distinto al que siento ahora. Este dolor es del cuerpo. El otro, era del alma. Y esperaba en la tarde-noche de aquel día, la segunda parte de la “tormenta perfecta” que yo había provocado. Pero tenía que regresar a casa. Y regresé.
Nada más cruzar la puerta, decidí, en contra de mi comportamiento habitual, que era saludar con dos besos a mis padres, pasar directamente a mi habitación. No creí que mi efusividad fuera a ser recibida con agrado por su parte. Mi padre, de pie en el comedor hablaba a mi madre en voz baja, mientras ella sentía, con la mano apoyada sobre la frente, sentada junto a la mesa en la que yo suponía que esa noche no iba a cenar la escasa comida que a determinadas horas de la noche, se sirve en fechas de observancia del ayuno durante el día. Ya comenzaba a atravesar la puerta de mi dormitorio, cuando sonó la voz de mi padre. Los decibelios de su voz, habían bajado tanto con respecto a nuestra discusión de la mañana, que tuvo que repetir su llamada, que tuvo que pronunciar mi nombre por segunda vez, para que yo me diera cuenta de que era a mí a quién llamaba.
-Omar; ven y siéntate en la mesa.
Obedecí con el mayor recelo. No tenía ninguna gana de retomar la conversación de la mañana, que tanta angustia me había producido a lo largo del día. Me senté en silencio y sin atreverme a mirarlos a la cara.
-Omar, hijo: esta mañana, nos hemos gritado mutuamente. No ha sido una conversación razonada. Cuando se grita, el diálogo y la razón se alejan de nuestro entendimiento. allah nos dice que la conversación con las personas, debe ser respetuosa. Y mucho más cuando se habla con alguien de la familia. Por mi parte, debo pedirte que me perdones.
-Sí padre. Yo también quiero que olvidemos el tono empleado. Pero mis pensamientos sobre el tema no han variado.
-Dime Omar, hijo: ¿en qué crees?. ¿Cómo se puede llenar una existencia sin la esperanza de que después de esta vida, alguien te garantice que tu alma vivirá eternamente en el paraíso del descanso eterno?.
.-Creo en la gente padre. Creo en el ser humano. Creo que hay que hacer el bien a las personas que nos rodean. Creo en la igualdad entre las personas, en que todos tenemos los mismos derechos. Y creo, que este comportamiento hay que aplicarlo en esta vida. Así es como creo que la muerte te sorprenderá con dulzura, si uno se siente en paz consigo mismo.-Ahora que estoy muriendo, que deseo que esto acabe cuando antes, que no soporto el dolor, ni siquiera puedo apreciar si mi alma está en paz conmigo. Pero desde luego mi cuerpo, no puede soportarlo de peor manera-
Me pareció observar que mi madre recuperaba su eterna sonrisa. Tal vez solo era mi deseo de que ocurriera. Desde luego mi padre, había recuperado gran parte de su serenidad habitual.
-Bien, Omar. Tienes 16 años. Eres inteligente, eres noble y, sobre todo eres un buen hijo. Respetaré tu forma de pensar, pero nunca perderé la esperanza de que un día sientas la llamada de nuestro Dios y puedas volver a honrarle en la forma que exige el Corán. Solo te pido, que no escandalices a la familia. Yo puedo entenderte porque conozco tu responsabilidad, y porque el cariño que tu madre y yo sentimos por nuestro único hijo, es infinito. Asumiré ante Allah, como castigo propio, mi fracaso como padre que no ha sabido transmitirte los valores que El nos exige. Rezaré por los dos, ayunaré por los dos, y le ofreceré todos los sacrificios que sean necesario por los dos. Yo mismo hablaré con mi hermano, y con su hijo, tu primo, para que intenten ser compasivos y respetuosos contigo.
– Gracias padre. Pero tu sobrino, mi primo, no creo que sea el más capacitado, ni el más adecuado para juzgarme. Y si tu Dios, tiene que pedirle cuenta, bastante trabajo va a tener con él.
Totalmente aliviado, abracé a mi padre, besé a mi madre en la frente y me retiré a mi habitación con el pretexto de que tenía que preparar un examen para el día siguiente. Ese día, había hecho un ayuno completo. Mi estómago protestaba, pero mi mente se negaba a complacerlo. Como no tenía contra quién explotar por el sufrimiento de las horas anteriores, pagué contra mi estómago, o sea, contra mí mismo.
Mi primo. Se llama Alí. Su traducción mas aproximada sería como sublime, elevado. Tiene nueve años más que yo, o sea, 27. Esta diferencia de edad, ha impedido que hayamos compartido muchas cosas, más allá del tratamiento familiar. Cuando él era un adolescente, yo era un niño. Nunca pude jugar con él ni compartir secretos, por esta diferencia de edad. Puede parecer soberbia, pero nunca me gustó. Dedicaba mucho tiempo a la oración en la Mezquita, pero abandonó los estudios a los 16 años y nunca le habíamos conocido ningún trabajo. Aparecía y desaparecía de su casa por tiempo indefinido. Era soberbio y parecía odiar al género humano. Solo encajaba con su entorno de parecidos comportamientos. Pese a todo, su dedicación a la oración y el tiempo que dedicaba a la lectura del Corán, le hacían ser respetado por los fieles entre los que no tenia la mala leyenda que yo siempre le he adjudicado.
Ahora que tengo a mi primo en la mente, o en el sueño que conduce a la muerte, ahora que ni siquiera sé si sigo vivo, me viene a la desmemoria de la escasa sangre que debe quedar en mi cuerpo, aquel suceso del metro. Ocurrió hace menos de dos años. Yo había ido a visitar a mi tío, y al regreso, mi primo también salía de casa y durante cinco estaciones, compartíamos el viaje en suburbano. El vagón iba casi vacío y yo, más por cortesía que por ganas, mantenía una trivial conversación con él sobre fútbol, que a él tanto le gustaba. En la segunda estación, subieron tres chavales con gran alboroto de voces, empujones y bromas entre ellos. Se sentaron a escasos metros de nosotros, frente a una chica que iba todo el camino absorta en lo que fuera que estuviera haciendo con su teléfono móvil. Primero fue uno de los chavales el que se cambió de su asiento al que en solitario ocupaba la chica. Luego los otros dos hicieron lo propio, y entre risas y mala educación, intentaron cogerle el teléfono, sobando su cuerpo con el mayor descaro. La cara de la chica reflejaba el miedo y atenazaba su garganta impidiéndole gritar.
No lo dudé un segundo. Salté de mi asiento, y lo que comenzó con una recriminación por mi parte, terminó en una pelea en la que repartí lo que pude pero me llevé mucho más de lo que repartí. Las fuerzas eran muy desiguales. La intervención de los escasos viajeros que viajaban con nosotros, increpando y sujetando a los gamberros, consiguió que en la próxima parada bajaran más que a escape del vagón de metro. La chica lloraba, y yo notaba la sangre resbalar de mi nariz a los labios, con ese sabor caliente y espeso que se quedó grabado en mi pañuelo.
Mi primo, no se había movido de su asiento. Ni siquiera se interesó por mi estado. Solo me dijo:
-Esto te pasa por meterte donde no te llaman. Solo eran tres perros atacando a una perra. Debieras haberlos dejado morderse hasta la muerte. Si algo sobra en este mundo, son perros.
Iba a contestarle. El tren estaba entrando en la siguiente estación. Aún faltaba una para llegar en la que me tocaba bajar. Pero opté por dirigirme a la puerta de salida, y sin mirarlo, salí al andén.. Aún tuve tiempo de observar los ojos de la chica que me dedicaban la más dulce mirada de agradecimiento. Ya en la calle, lavé mi cara con agua de una fuente cercana y caminé por la acera, dejando escapar poco a poco mi rabia y mi impotencia.
Mi primo Alí, tenía 9 años cuando, en el mismo viaje que mis padres, llegó a España acompañando a su padre, el hermano del mío. Su madre había muerto en Túnez tres años antes. Mi precipitado nacimiento un par de horas después de pisar tierra española, había beneficiado a mi tío y a mi primo. Por arraigo familiar, al conceder a mis padres el permiso de residencia, se lo habían concedido también a la única familia que con nosotros viajaba. Digo nosotros, porque no puedo olvidar que yo también hice ese viaje, aunque seguro que con más comodidades al ir bien instalado en las entrañas de mi madre.
Solo mi primo viajaba a Túnez con asiduidad. Allí habían quedado una hermana de mi tío y mi padre, y unos primos, a los que yo, con mis padres, habíamos visitado en no más de tres o cuatro ocasiones. Siempre supe que los viajes de mi primo, guardaban escasa relación con ver a la familia. Pero aún tardaría mucho en averiguar la terrible verdad sobre su verdadera “ocupación”.
Pronto iban a hacer dos años –que ya no se cumplirán- de aquella conversación con mis padres, o mejor con mi padre, y mi decisión de aquel día no había tenido ninguna repercusión negativa, ni con ellos, ni con el entorno. Jamás sentí rechazo hacia mi decisión, ni jamás rechacé a nadie por ninguna cuestión de raza, ideología, u orientación sexual. Cada vez he estado más convencido de que las personas, con lo bueno y lo malo que llevamos dentro, somos portadores de todos los valores en los que debemos creer. he creído recibir el calor humano, del mismo modo en que yo lo entrego a los demás.
Ya ni siquiera tengo conciencia de que me esté desangrando. He dejado de notar el fluir viscoso del líquido que me empapa el cuerpo. Tal vez ya no me queda sangre en el organismo. Tal vez no esté hablando a esta grabadora en la que quiero dejar testimonio. Quizá solo pienso que hablo. Tampoco es importante nada de lo que pueda decir o pensar. Voy a morir. Hace solo un mes, que mi tío ha viajado a Túnez a ver a su hermana y sus sobrinos. Allí le han confirmado que mi primo Alí, no ha sido visto hace más de un año. Esto se lo explicaba mi tío a mi padre desde su tierra. Aquella llamada telefónica, cambiaría el destino de mi vida por el de la muerte que ahora estoy transitando.
Ya hacia tiempo que mis padres estaban invitando a mi tío a que se viniera a vivir a nuestra casa. Él padecía una débil salud, veía poco y casi siempre estaba solo. A nosotros nos sobraba una pequeña habitación, donde mi tío podía dormir y estar acompañado por su única familia en España, al margen de su hijo que, ni en las escasas ocasiones que vivía con su padre, se ocupaba de él. Mis padres pensaban que, nuestra compañía podría mitigar su tristeza.
En algún momento de la conversación telefónica desde Túnez, comunicó a mi padre que aceptaba la generosidad de la familia, y que había pensado en venirse a vivir con nosotros a pesar del miedo que sentía de poder convertirse en un estorbo para su hermano, su mujer y su hijo. Recuerdo ver rodar dos lágrimas por las mejillas de mi padre, mientras la voz se le quebraba.
-Tú nunca serás un estorbo para nosotros. Eres nuestra familia. Baasima y Omar te quieren. Todos te queremos y estamos contentos de que al final hayas tomado esta decisión. Como te falta una semana para venir, Omar se encargará este fin de semana, de ir empaquetando tus pertenencias. Cuando todo esté recogido, alquilaremos una furgoneta y lo traeremos a casa. Solo necesitas tu cama y tus objetos personales. Los muebles se pueden quedar en tu casa por si tu hijo los necesita. Así, a tu regreso, ya puedes venir directamente a nuestra casa, que desde ahora, es también la tuya.
Tras la emotiva conversación, mi padre me trasladó el encargo. Teníamos las llaves de casa de mi tío, y so solo tendría que pasar el sábado para dejar recogidas sus escasos utensilios de uso personal, su ropa, algunas sábanas y mantas, y al siguiente lunes, mi padre las cargaría para traerlas a casa. De mi primo, solo sabíamos que hacia más de dos meses que no se encontraba en la ciudad. Ya se enteraría de la mudanza de mi tío, si es que mostrara algún interés por saberlo, o si regresaba a su casa alguna vez.
No quisiera morir sin terminar este relato, pero la vida se me acaba. En mi mente solo queda el momento de aquel sábado en que abrí la puerta de mi tío y oí las voces en la cocina. Mi primo explicaba a otros dos hombres, que los explosivos se colocarían esa misma tarde en el multicine, y que los harían explotar media hora después de haber dado comienzo la película. Cuando se dieron cuenta de mi presencia, quedaron paralizados por unos segundos. Mi primo reaccionó rápido. Me dio un fuerte golpe en la cabeza con el cenicero, y le costó escaso trabajo arrastrarme hasta el coche que tenía aparcado en el corral anejo a la casa. Entre los tres, me han metido en el capó. Antes de golpearme de nuevo, he podido oír las órdenes que transmitía a sus compañeros.
-El plan sigue igual. De este me encargo yo.
Solo he recuperado el conocimiento mientras me arrastraba del vehículo a este escondido paraje donde ahora mi vida se acaba. Después ha sacado una pistola, Me ha mirado con ojos cargados de odio y antes de pegarme los dos tiros, me ha dicho:
-Solo eres un perro. Un perro como ellos.
A estas horas, a las mismas horas en que yo muero, habrán muerto muchas personas en ese cine. Y por… ellos sufro. Sigo… cre… yendo… en el … ser… hu… ma……..no.
© Miguel Ángel Martínez Collado ver currículum »