Miguel Ángel Martínez: La niña que no sabía llorar

1er Premio Narrativa VII Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2016

LA NIÑA QUE NO SABIA LLORAR

I

Hoy es sábado. No me gustan los sábados. Prefiero los días de cole y sobre todo, los domingos, porque estoy con mamá todo el día. Pero los sábados, mamá trabaja durante toda la mañana, haciendo limpieza en una casa. Bueno realmente, mamá siempre trabaja en varias casas durante toda la semana. Pero como lo hace mientras yo estoy en el cole, y después de llevarme y recogerme por la tarde, yo no la hecho tanto de menos.

Por eso, y porque no quiero estar a solas con papá. Ahora son las diez de esta mañana otoñal y ya oigo a papá en el comedor. Desde mi habitación no lo veo, pero sé que se está preparando las tostadas del desayuno. Lo mismo que sé que no tardará mucho en llamarme.

Me gusta el otoño. Camino del cole, pese a las protestas de mamá, mis pies buscan las hojas secas de la acera para pisarlas y sentirlas crujir. Al romperlas, pienso que los pobres árboles no tendrán que vestirse de nuevo con ellas y sentirán el estímulo de crear los vestidos nuevos que por primavera, lucen con un verde limpio. Le explico a mamá por que piso las hojas secas, y ella se ríe, me aprieta contra su regazo y me dice:

– Seguro que de mayor, tú serás poeta

– Mamá, yo ya soy mayor, – mi protesta contiene un punto de irritación- Te recuerdo que voy a cumplir once años.

Ella suele agachar su cara hasta la mía, me besa fuerte y me responde:

– Sí cariño. Eres mayor y muy inteligente. Cuando crezcas un poco más, todo cambiará.-

No sé porque a las personas mayores les gusta rodearse de misterio para dar respuestas a afirmaciones tan concretas.

– María, cariño: ven a dar a papá los buenos días.

Es la voz de papá.. Y el “María cariño”, suena en mis oídos como la más negra amenaza, porque conozco todo lo que va a pasar. El vaso de leche y las galletas que mamá me ha dejado preparado, como siempre en la mesita de mi habitación, se revelan en mi estómago hasta provocarme las ganas de vomitar. Pero me levanto, y me dirijo directamente a su dormitorio. De sobra sé que él ya no está en la cocina. Lo encuentro sentado sobre la cama, con la camiseta negra de tirantes y el pijama color caña. También sé que no lleva nada debajo del pijama.

Me quedo parada en la puerta. El me extiende los brazos desde la cama. Por un momento quiero ser estatua, pero su voz, forzadamente zalamera, me apremia:

– Vamos, María, mi niña preferida – no sé porque usa siempre la misma frase. Soy su única hija- ven a jugar un retito con papá.

Antes de llegar a su altura, él ya está tendido sobre la cama. El pijama de caña en el suelo, casi escondido bajo la misma, como si no quisiera ser testigo de nada. Mientras acerco mi boca a su pene, aún quiero distraerme unos segundos pensando en si la ropa, por estar siempre en contacto con los cuerpos, puede tener capacidad para pensar. Si mamá, conociera este pensamiento mío, seguro que me diría :”seguro que de mayor serás poeta”.

Quiero seguir pensando en banalidades; en cosas que me evadan de la repugnancia que siento. Y casi siempre consigo convertir esta vejación en un trabajo mecánico hasta que el calor del líquido viscoso y nauseabundo, se derrama en mis labios. Solo entonces, vuelvo a la realidad,, me incorporo de la cama y salgo corriendo al lavabo de mi habitación donde escupo, me enjuago la boca, y a veces, como hoy, la leche, las galletas, y la cena de la noche anterior, salen catapultadas hacia el retrete. Después, la pasta de dientes, devuelve a mi boca el sabor a limpieza y frescor. Y una vez más, me quedo ensimismada, triste, pero sin llorar. Si pudiera llorar, supongo que me haría bien, pero no puedo. Antes lloraba con facilidad y por cualquier cosa. Una inyección, un golpe, una regañina de la seño en clase; pero desde que hace casi dos años que papá empezó a obligarme a hacer estas cosas, deje de llorar por todo.

Estoy limpiando con papel de cocina los salpicones que cayeron fuera de su destino, y papá me observa desde la puerta de mi habitación. Ya se ha vestido. Ahora se marchará a la calle y no volverá hasta que no lo haya hecho mi madre. Y las dos lo esperaremos con la mesa puesta para la cena. Se me acerca, be frota la cabeza con lo que pretende parecer una caricia, y me suelta la advertencia de siempre:

– Ya sabes María: este secreto no lo puedes compartir con nadie. Y mucho menos con tu madre. Ella es un poco histérica, y yo tendría que pegarle para calmarla. Ni tú ni yo, queremos que mamá sufra.

Oigo cerrarse la puerta de la calle. Naturalmente que no se lo contaré a mamá. La quiero demasiado como para añadirle otro padecimiento, otra paliza. Ella cree que yo no lo sé. Y yo no le hablo de estas cosas porque si mamá supiera que las conozco, aún sufriría mas. No sé hasta cuando podré guardar mi silencio. Tal vez, necesite hacerle daño a mamá contándole todo lo que las dos sabemos y lo que yo solo sé. Tal vez necesite gritarle que ponga la palabra FIN a este infierno, que se la pongamos entre las dos, que sepa que no está sola.

II

Hoy ha venido Pilar a visitar a mamá. Pilar es la asistenta social. Ayuda mucho a mi madre buscándole trabajos, y cuando puede facilitándole alguna ayuda económica, de las que da el Ayuntamiento. Pilar quiere mucho a mamá, aunque a veces discuten. Ella siempre la visita cuando mi padre no está en casa. Mamá prepara un dudoso café para las dos, se sientan en la mesa de la cocina, y mi madre me manda a mi cuarto a hacer los deberes que yo a esas horas de la tarde ya tengo terminados. Yo me marcho, dejo que se oiga como cierro la puerta, pero siempre lo hago por fuera y me quedo en la habitación de la plancha, cercana a la cocina y con la cortina corrida –esta habitación no tiene puerta- y así pudo oír la conversación. Cuando oigo que se están levantando para despedirse, corro a mi cuarto y, con el mayor sigilo abro la puerta y la cierro tras de mí mientras me pongo a ordenar los deberes y guardarlos en la cartera.

– ¿Y hoy que te ha pasado Luisa?.- la voz de Pilar suena entre irritada y amarga, y sus dedos le señalan el enorme moratón azulado que nace en la frente y se derrama por la mejilla izquierda-, ¿has vuelto a resbalar en la bañera?

– Me levanté con la luz apagada para ir al baño. Me desorienté y me golpeé contra la puerta- La respuesta ha sido desganada, rutinaria, cansada, amarga, y sobre todo estéril, ya que está segura de que Pilar no la cree-.

– ¡Esto no puede seguir así, Luisa!. Y me tienes atada de pies y manos. Yo misma denunciaría a tu marido, pero sé que no serías capaz de corroborar mi denuncia. Luego está, tu hija. Maria es una niña madura. Ella sabe lo que está pasando, o lo sospecha; y sufre. Un día puede llegar a despreciarte por la falta de valor que estás mostrando. ¿Y todo para qué?. Tu marido no colabora en el mantenimiento de la casa, vive a tu costa, te maltrata. Y tengo miedo…- Pilar parece dudar, pero al final lo suelta-, tengo miedo de que María también pueda estar siendo víctima, o pueda llegar a serlo, de algún tipo de maltrato.

Mamá, ha tenido un estremecimiento que ha circulado por todo su cuerpo. Ha sido como un grito sin sonido, un grito de silencio, de miedo.

– ¡Pilar!. No digas eso. Maria no sabe nada, y su padre nunca le ha tocado un pelo. Puede que pase de ella, que se despreocupe de la niña. Pero por favor, no trates de meterla en esto. Yo hubiera notado, o ella me hubiera contado cualquier maltrato por parte de su padre. Soy su madre Pilar: ¡su madre!.

Pilar se ha levantado de la silla. “gracias por el café”, le ha dicho. Pero su voz ha sonado impotente, decepcionada. Y yo me desplazo en silencio hacia mi cuarto, mientras mamá despide en la puerta a la asistenta.

III

A veces pienso, que no hablo con mamá de lo que está pasando, no por miedo a hacerla padecer mas, sino por mi propio miedo. La acusación de Pilar a mamá de su falta de valor, me hace pensar, que yo tampoco estoy colaborando a que mi madre pierda el miedo.

Anoche papá, una vez más, llegó bastante bebido. Cuando nuestras miradas se cruzaron, la mía llena de miedo, la suya de lujuria y alcohol, me estremecí. Luego de dirigió a mamá de modo apremiante.

– ¿Dónde está mi cena?- Mi madre señala con un gesto el solitario plato de boquerones fritos que reposaba sobre la mesa, acompañado de unas patatas y dos pimientos fritos.-¡Ya es la segunda vez que me pones boquerones en una semana.- de un manotazo arroja el plato al suelo llenándolo de pequeños fragmentos de porcelana. Y sin decir palabra, se dirige a su dormitorio. Mamá barre y recoge los cortantes pedazos, junto a la cena, y después pasa el mocho sobre las manchas de la baldosa.

– Maria, es hora de dormir. A la cama cariño. Recuerda que mañana es viernes y nos toca madrugar . Tú tienes cole, y yo trabajo.- Y con un cálido beso, me empuja suavemente camino de mi habitación. Su cara refleja la angustia y el miedo de siempre. Por lo demás, parece que aquella escena fuera de lo más normal del mundo. Como si en todas las casas en ese mismo momento, todos los hombres estuvieran tirando la cena al suelo, como si millones de platos estuvieran haciéndose añicos al sonido de la marcha fúnebre en la noche negra de la humanidad.

Me dormí pronto. Ni siquiera fui capaz de mantenerme despierta para escuchar los gritos, los golpes. Pero esta mañana, mamá luce una fuerte moradura en su brazo derecho. He simulado no verla para no hacerle la pregunta tonta y evitar así otra piadosa mentira. Todo el día he sentido el remordimiento por mi silencio, por mi aparente despreocupación. Así, no adelantaremos nada. Nunca saldremos de esta situación. Y además, tampoco he podido llorar.

IV

Son las ocho de la mañana del sábado, y no he podido dormir,ni un solo minuto en toda la noche. Hace solo un cuarto de hora que mamá ha entrado en mi habitación a dejarme la taza, las galletas y el termo de lecho sobre la mesita. He fingido estar dormida. Me ha dado un beso tenue en la cabeza y ha salido con sigilo para no “despertarme”.

La cabeza me da vueltas. El miedo lucha contra la decisión que esta noche he tomado. Ahora mismo acabo de tomar otras menos trascendente: hoy no tomaré el desayuno.

En alguna de las ocasiones que he espiado las conversaciones de mamá con Pilar, -que han sido casi todas- siempre le he oído a la asistenta animarle a que llame a un número de teléfono para denunciar lo que le está pasando. Dice Pilar, que la llamada es anónima. Como el número es solo de tres cifras, lo recuerdo perfectamente: 016. El problema es que no sé que van a preguntarme, y sobre todo no sé que tengo que contarles. Tal vez, ni siquiera presten atención a una niña. Tal vez, en caso de que me la presten, mamá pueda sufrir las consecuencias de mi llamada. Nunca me perdonaría hacer daño, mas daño, a mi madre del que ya padece cada día de los últimos diez años de su vida. Sé que son diez años, porque Pilar se lo ha recordado mas de una vez: “Luisa, llevas mas de nueve años soportando esto.”.

Papá, aún tardará mas de media hora en levantarse y bajar a la cocina a prepararse sus tostadas. Solo tenemos un teléfono y está en la cocina. Tengo que hacerlo ya.

Me tiembla la mano con el teléfono en ella. Y me tiembla el dedo índice cuando lo apoyo sobre cada uno de los dígitos del teléfono. He marcado dos veces el cero. Cuelgo, procuro serenarme y vuelvo a marcar. En unos segundos oigo la voz al otro lado del aparato. Y al tiempo de oír la voz, oigo el movimiento de la cama de mi padre que parece que comienza a incorporarse. Ahora, mi cuerpo tiembla al mismo compás que mi mano. Mis palabras o mas bien mis susurros se precipitan, también temblorosas, insuficientes, inacabadas; como un desgarro inconexo : “por favor, por favor, mi padre me viola. Tengo once años. Mi madre no sabe que me viola, pero a ella también le pega continuamente. ”Al otro lado del teléfono, alguien me pide con voz dulce, sosegada, que me calme y que responda a unas preguntas. Cuelgo el teléfono muy despacio y me precipito a mi cuarto con sensación de impotencia. ¿Cómo van a saber quién ha llamado, si ni siquiera he dicho mi nombre, mi dirección,..

Me siento desolada, inútil, cobarde. Y no puedo llorar. Oigo a mi padre en la cocina, preparando su desayuno. Como cada sábado. Todo como cada sábado. No, hoy estoy decidida a que este sábado no sea lo mismo que los anteriores.

V

– Maria, cariño, ¿Cuándo piensas dar los buenos días a papá? – mientras él pronunciaba la frase de ritual, yo ya estoy en la puerta de su habitación.

– No papá: no voy a volver a hacerlo nunca más. Y nunca más vas a volver a pegar a mamá. –no sé si le han sorprendido más mis palabras, o la imagen de mi escuálida figura con el enorme cuchillo de cocina en la mano-. -¡Nunca más!. ¡Te enteras!- La energía de mi voz, creo que nos sorprende a los dos-

-¡Maria!.. pero¿ que coño te ocurre hoy? ¿Acaso quieres matar a tu padre?.

– No. No quiero matar a nadie. Pero si intentas obligarme, me defenderé. Y de esta habitación saldré para denunciar todo lo que ha estado pasando hasta hoy.

Pero no ha hecho falta. Todo ha ocurrido tan de prisa, que he tardado tiempo en asimilarlo. Primero ha sido la tremenda bofetada que papá me ha pegado. El cuchillo ha rodado sobre el suelo, y mi cabeza ha chocado contra la puerta, abriendo una brecha en la parte izquierda, de la que siento la sangre caliente, deslizarse perezosa por la cara. Pero estoy consciente. El grito de mamá :”¡¡hijo de puta!!”, mientras se precipita corriendo a la habitación, es tan real como el zumbido que siento en el oído que ha recibido la “caricia” de la mano de mi padre. Él, está a los pies de la cama, sin mas cobijo que su camiseta negra, perplejo, desbordado, creo que muy asustado.. Mamá, se ha precipitado sobre el cuchillo a sus pies, en el mismo momento en que unos policías de uniforme han entrado en el dormitorio. Dos han sujetado a mamá con frases tranquilizadoras, y los otros han tirado al suelo a papá y lo han esposado con las manos en la espalda. Le han puesto el pijama y lo han sacado fuera de la habitación. Y sobre todo, de nuestra vista. Espero que para siempre.

Luego, un médico, después de poner una apósito en mi herida, nos ha acompañado a mamá y a mí, a la ambulancia que esperaba en la puerta. Voy en una camilla: y a mi lado, mi madre llena su cara con la sangre casi seca que queda en la mía. Y llena de besos todas las partes visibles de mi cuerpo. Y en este momento, estoy –por fin- llorando. Con un llanto dulce, reparador; con un llanto próximo a la felicidad.

– No es nada, hija. Dice el doctor que te darán unos puntos de sutura, y en quince días, tu cabecita lucirá tan bonita como siempre.

– ¿Caerán los puntos solos, como caen las hojas de los árboles?- Mi madre me abraza como si quisiera meterme dentro de su propio cuerpo-

– Seguro que de mayor, serás poeta.

© Miguel Ángel Martínez Collado ver currículum »