CARTA AL DIOS MORFEO
Después de la opípara comida, encendí mi habano, humedecido previamente con un coñac con nombre de cardenal del siglo XV, me repantigué en mi sillón favorito y me dispuse a escuchar las noticias en mi televisor de plasma, comprado con los 400 euros de subsidio que me acababan de ingresar en cuenta.
Las noticias que desgranaba la pantalla, no conseguían atraer mi atención: Las pensiones —como estaba previsto— subían un punto por encima del IPC…, los políticos seguían entregados a su trabajo por el bien de este país…, todos nos felicitaban porque jamás se había destapado un solo caso de corrupción. La Banca dinamizaba el tejido social…, el mercado laboral rozaba el pleno empleo; la Sanidad, gratuita y universal, pugnaba con la educación pública por ser las mejores del mundo. El dato del último periodo, no daba un solo impago de hipoteca. El aeropuerto de Castellón, inauguraba su nueva terminal para dar cabida a la demanda de pasajeros y el hospital de Liria había obtenido un reconocimiento europeo como ejemplo de buen funcionamiento.
Este año, el Valencia —una vez más—, se alzaba con otro prestigioso trofeo. Las cadenas de televisión, públicas y privadas, nos atosigaban con sus programas culturales. Belén Esteban seguía exiliada en las antípodas y Cristiano Ronaldo desbordaba la misma alegría, la misma simpatía y la misma solidaridad de siempre. Un tal Calatrava o Urdangarín —ahora no lo recuerdo—, recibían un merecido galardón a la solidaridad con su país en tiempos difíciles.
Sin motivos aparentes, un intenso frío estaba haciendo mella sobre mis huesos. Pensé que me había dejado influenciar por el pronóstico del hombre que nos presentaba esas imágenes de nieve por la zona pirenaica.
De pronto ocurrió: desperté…, me incorporé sobre el banco, provocando con mi movimiento la caída de cartones que me habían servido de manta. Miré a mi alrededor y comprobé que mis compañeros de los bancos vecinos, ya recogían sus edredones del mismo material que el mío. Me sentí culpable al pensar que tal vez ellos no hubiesen disfrutado tanto de su sueño. Pero ahora no les podía hacer partícipes del mío. Era Navidad; El comedor social al que nos encaminábamos, nos había prometido para esta mañana una acogedora taza de chocolate caliente. En algún lugar del parque, sonaba lejano un villancico que hablaba del Niño Dios. Miré a mi alrededor con cierto disimulo. Ese día tampoco lo vi.
© Miguel Ángel Martínez Collado ver currículum »