2º Premio de Narrativa VIII Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez. 2017
HISTORIA DE UNA OBSESIÓN: EL COLECCIONISTA
Primero introdujo la llave de seguridad en la cerradura, dio cuatro vueltas para que los cinco bornes de anclaje se cerraran. Luego introdujo la llave triangular en una cerradura usada que rescató de una puerta antigua y pensó que sería otra barrera más para disuadir a cualquier posible ladrón. La cerró con dos vueltas. Ahora sentía que la casa y todo su interior quedaba completamente a salvo.
Salió del patio y caminó hasta la parada del bus, desde allí echó un vistazo a la fachada de la finca donde residía. Todos los balcones iguales, todas las ventanas sin aparatos de aire, los toldos del mismo color a excepción de uno que no había respetado las normas y rompía con aquel ritmo sencillo de cajoneras perfectas. Él se había encargado de denunciarlo en nombre de la comunidad, así se podría restaurar el orden cuando aquel color, fuera de tiesto, se eliminara.
Quien le hubiera dicho a Francisco que aquel día, que el sol se había dejado filtrar entre las nubes y las líneas de los edificios se dibujaban en limpias retículas, aquél fantástico día, iba a ser uno de los más felices de su vida. Más de un lector, pensará que Francisco va a encontrar el amor de su vida, o quizá le va a tocar la loteria, o que incluso pondrá en marcha un viaje de ensueño, pues no es para nada una nimiedad tan típica de la publicidad. Él ya tenía esposa y con su jubilación cubre ampliamente sus propias necesidades. La recompensa de Francisco, será cuando encuentre en el mercadillo de cambio de cromos, uno muy especial, uno que le faltaba desde los seis años y no logró completar cuando era niño. Aquel álbum que conservaba como “oro en paño” durante sesenta y cinco años, tenía un pequeño gran vacío, que había hecho mella en su corazón durante todos esos largos años. Un acto incompleto, un objeto incompleto que le perseguía, como ese amor nunca logrado y tan deseado, que duele más que ninguna cosa. Hoy por fin, el vacío iba a ser llenado. Todavía no sospechaba la emoción que se le vendría encima, como una avalancha de flores en primavera que le rejuvenecerían.
Durante el trayecto en bus, su mirada se entretenía recorriendo las imperfecciones de las fachadas, una y mil veces lo hacía, y por lo bajo renegaba el que la gente fuera tan poco cuidadosa. Pero su talante se animaba observando, la perspectiva en fuga de las farolas o los tricolores semáforos empatizando con su vibración interna, o los edificios característicos de la ciudad tanta veces vistos en los sellos de su colección, catalogados una y otra vez, observados y comprobado que ningún diente del contorno se hubiese doblado, o la peor catástrofe de todas, que estuviera roto. Porque en ello reside la gracia de una colección, en su perfección. Un diente roto, una raya en una moneda, son impurezas que quitan prestancia y valor y que todo coleccionista evita. Sin embargo, toda regla tiene su excepción, y si una pieza tiene rasgos propios, únicos dentro de esa serialidad, se vuelve un pequeño tesoro muy codiciado, pero estamos hablando no de rotos, sino de raras avis.
Francisco poseía algunos de esos pequeños tesoros excepcionales: sellos con color o precio diferente al estándar, monedas acuñadas con los mismos símbolos por ambos lados, anomalías que para serlo requerían de un ejército de piezas serializadas y perfectas que acompañaban a su líder. Por eso su mirada siempre estaba atenta a encontrarlas. Francisco, a veces, guardaba estas piezas camufladas entre la serie para probarse a sí mismo, en un ejercicio de perspicacia, si era capaz de distinguirla o se engañaba con el parecido. Otras veces, las separaba en un mueble con cristalera, ordenadas en pequeñas cajas forradas en su interior con terciopelo negro o rojo para que las monedas brillaran y se apreciaran mejor.
Su esposa, limpiaba con cuidado el cristal para no estropear ni dañar tamaño tesoro. En general, ella se encargaba de la limpieza, mientras Francisco supervisaba que ninguna pieza sufriera daños. Todas las colecciones estaban ordenadas dentro de los armarios, que cubrían todas las paredes de la casa incluido el pasillo. El archivo de Francisco podría ser la envidia de cualquier bibliotecario o museo. Sí, las paredes de la casa no se veían por el inmenso mural de madera barnizada y pulida, repleta de puertas con cerraduras y llaves, cajones planos y algunas vitrinas. Francisco sabía con exactitud de reloj suizo, qué había tras cada puerta y cajón. Todo aquel despliegue de madera constituía la inversión que no había derrochado el matrimonio en vacaciones durante toda su vida. Bien lo sabía Carmina que pasaba los veranos y los inviernos, y las primaveras y los otoños limpiando aquella madera contenedora de pequeños objetos.
Pero no sólo eso. Dentro de los armarios habían álbumes que a su vez estaban encajados y protegidos por fundas gruesas de cartón entelado, y dentro, monedas, sellos, vítolas, postales, posavasos y todo aquello coleccionable en hojas de plástico con fundas del tamaño adecuado a cada pieza allí depositada. Si eran postales, lucían sobre cartulinas con punteras transparentes y cubierta de papel de cebolla para protegerlas. No era cosa de broma, cuando uno colecciona debe hacerlo bien y Francisco era un experto. Poseía todos los catálogos anuales que actualizaban y revalorizaban los coleccionables, si bien es cierto que nunca coincidía el precio de cuando uno compra y el precio que pagan cuando uno vende.
Incluso coleccionaba las imitaciones de colecciones que salían a la venta en los kioskos. Sellos o monedas de “mentira” que imitaban a las reales. Le hacían gracia. Los cromos de futbolistas también los compraba porque le recordaban a su infancia, y en la puerta de los colegios intercambiaba con los niños. Acto que su esposa vivía con verguenza ajena y le recriminaba por la confusión moral que podía causar.
Llaveros, pins, chapas de cerveza, tapones de cava, cochecitos y motos de metal, soldaditos de plomo, o guerreros formaban ejércitos en los estantes de madera. En el interior, Carmina pasaba un plumero muy suave para retirar el micropolvo que se podía haber filtrado muy casualmente durante el disfrute de Francisco. Y Carmina observaba fugazmente esos trajes de romano con sus cascos emplumados, los jinetes sobre caballos engalanados llenos de símbolos poderosos y pensaba en como ella compraba el bolso, los zapatos y la ropa en los mercadillos de marcas de imitación: Chano, Dulce y Camino, Coco Canal, y frustrada sentía que los muñequitos de Francisco vestían mejor que ella.
La paz reinaba en el hogar de los Martínez arrullada por la voz grave de uno de tantos documentales del canal Historia, que narraban batallas, guerras civiles, conflictos entre indios y vaqueros, toda una inspiración para nuevas colecciones, porque una nueva colección era como un viento fresco para Francisco, una nueva oportunidad de repetir la emoción, de serializar los actos propios del coleccionista, de revivir la parafernalia de la búsqueda del objeto, de invertir horas en su clasificación, de buscarle un lugar ideal en la casa, de poder hablar y discutir con otros coleccionistas.
Sin embargo, Francisco no comprendía como los chavales, incluso algunos adultos coleccionaran figuras tan insulsas y desprovistas de gracia como eran los Playmobil. La estética no le gustaba, no tenían los ricos detalles de las suyas de plomo. No obstante, recordaba que tenía alguno de esos tontos muñequitos tirados en un cajón, igual los utilizaría para cambiarlos por cromos. Ya lo pensaría, no había prisa. Quien sabe, lo mismo se hacía con una pequeña colección.
A su esposa le dio la oportunidad de que coleccionara dedales o mueblecitos y pequeñas miniaturas para las casitas de muñecas, verdaderas maravillas algunas de ellas. Esa era una colección bonita para mujeres, pero ella no se sintió motivada con aquellas hermosuras. Decía que con limpiar los muebles de la casa real tenía suficiente, que no quería reproducciones de ningún otro tamaño, e insistía que ella quería viajar, ir a playas soleadas, y ver gente en plazas mientras sentada tomaba un café y la melodía de una lengua extraña la envolvía. ¡Menuda tontería! pensaba Francisco. La televisión constituía para él el mejor invento que facilitaba estar en todos los lugares del mundo, sin que las moscas te molestasen. Como se veía el mundo a través de la televisión, no se veía tan bien en la misma realidad.
Cuando llegó a casa y abrió la puerta no tenía los pasadores, eso indicaba que Carmina estaba en casa. La llamó a gritos emocionado, -¡Carmina, ven aquí, no vas a creer lo que he encontrado!-, se quitó la chaqueta de cualquier manera y la lanzó sobre una silla, cayendo por ella como una cascada. El corazón palpitante le golpeaba en las sienes, en el pecho, hasta en la punta de los dedos entre los que sujetaba el cromo.
Abrió el armario donde se encontraba el álbum y…, ¡sorpresa! ¡No estaba! ¿No estaba? Dudó un momento, ¿se habría equivocado de armario? La emoción le nublaba los sentidos.
Empezó a abrirlos todos, a sacar los álbumes del mueble como si pudiera haberse escondido por si solo detrás de ellos, rebuscando, nervioso. Al poco, ya andaba por el suelo, a cuatro patas, por encima de postales, monedas, sellos, soldaditos, tapones de cava. ¡Carmina! Vociferaba pidiendo auxilio ante el pánico que había explosionado en su interior. ¿Dónde está mi álbum de cromos? ¡Carmina!
Pero el silencio reinaba en la casa. La voz profunda del documentalista no estaba para apaciguar el vértigo aterrador.
Epílogo
El día anterior, Carmina había cogido el álbum y algunas monedas de oro y las llevó a vender. A los setenta años, después de criar hijos y trabajar toda la vida, fue consciente de la falta de autonomía económica que había sufrido. Tomó una decisión valiente y se compró el billete para hacer ese crucero siempre soñado. Porque si en la vida no se realiza algún que otro sueño, ¿qué sentido tiene exisitir sin vivirla?
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