Norma González Peralta: Añá-Membuí

2º Premio de Prosa XI Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2020

Añá-Membuí*

*Voz que representa un insulto guaraní derivado a partir de aná, demonio. Significa: hijo del diablo, endemoniado.

El Pilcomayo corría turbio. Arrastraba borbollones de agua. Los camalotes flotaban. El paisaje agresivo era silencio de muerte. Allá a lo lejos, las lucecitas de Clorinda parpadeaban en la inmensa sombra. El hombre echó una mirada al horizonte. Los bariguís ya picaban. Estaba cerca de la costa. Su compadre Alvarao lo estaría esperando. Así se ganaría unos pesos con esto de la mercancía ya que su paga como mensú del obraje sólo le proporcionaba cuarenta pesos que no le alcanzaban para mantener a su china y a sus tres cachorros. Iban a un tanto por ciento. La cantidad que llevaba en la lancha le alcanzaría para un par de botines, una campera y un facón. Tendrían plata para escaparse los dos a una bailanta donde derrocharían unos pesos con alguna damisela.

El hombre remontaba el río cada semana. Ningún patrón permitía la caña en los obrajes. Los almacenes tampoco la vendían. Este contrabando era una fiesta furtiva para los mensú. Villagra lo hacía siempre en pequeña escala, así todo iba a pedir de boca.

La canoa se deslizaba bordeando la costa. La oscuridad se cerraba como un puño. Estaba más difícil atracar entre tacuaras punzantes y pajonales podridos que en el propio puerto. La lancha avanzaba ahora doblando las ramas y a veces se enganchaba en algunos gajos sumergidos. Bordeando el bosque, a flor de agua, el remero avanzó un buen rato.

En un recodo de la costa divisó el galpón donde su compadre le esperaba cada viernes. Con dos vigorosas remadas lanzó la lancha sobre la greda, la sujetó y dio un salto a tierra. Un ramillete de gusanillos brillantes iluminaban su paso.

-¿Estás ahí, compadre?

No hubo respuesta. El guaraní escuchó el silencio de la espesura y sintió el golpe seco de la culata del Winchester en la espalda y cayó de rodillas, como una bolsa de papa. Sólo veía la luz de una linterna que le enceguecía la vista.

-Con que unas cuantas damajuanas de caña. Te voy a dar, canejo-

En su interior se hizo un gran silencio, como si los ruidos y las palabras se hubieran roto en un infinito. Abrió los ojos y entonces sintió que su cabeza se desplomaba. Su boca jadeaba buscando un poco de aire. Poco a poco advirtió lo que acababa de suceder.

Le llevaron a un rancho grande; la comisaría de un suburbio. Le ataron de pies y manos a un mandarino de gran tamaño.

-Mañana cantarás-

Cuando volvió completamente en sí, el sol estaba ya muy alto y quemaba como fuego. Los segundos eran siglos; la sombra no avanzaba ni un milímetro. El viento norte ahogaba sin tregua. Desde lo alto del Paraguay llegaba un vaho empapado de selva caliente. Su cuerpo acalambrado permanecía allí, junto al árbol, calcinándose bajo la certeza de que, a ras del suelo, su aliento aguardaba la fugacidad de unos instantes para dejar de existir.

De un navajazo, el milico cortó las cuerdas que le sujetaban al árbol y el cuerpo casi inerte del hombre se desplomó en el suelo con un chasquido.

-Pasá pa’ dentro. El Juez de Paz quiere hablar con vos-

El hombre dolorido se arrastró hasta el rancho como una yarará achuchada. El silbido sordo del rebencazo en las piernas mustias le echaron prisa.

Sentado en un improvisado escritorio estaba un hombre blanco, alto, delgado, de gran bigote negro y ojos vidriosos, con un libro en la mano izquierda y una lapicera de pluma de urataú en la otra.

-Ya lo sabe amigo, lo del alcohol, ya sabe que está prohibido. La mercadería está decomisada y ha de cumplir arresto en la cárcel con trabajo forzoso o pagarme doscientos pesos de fianza.

Tras un buen rato, una inmensidad de tiempo, el hombre se incorporó lentamente y fue tambaleante a sentarse en un banco, más no sin antes apartar con el dorso de la mano una alimaña del asiento. Dejó caer las manos sobre las piernas en un desplome. Ya estaba metido en el calabozo. Era bastante precario, oscuro y caldeado como un barbacuá.

Durante dos días no oyó más que los pasos de un vigilante apostado en la casucha, que iba y venía, escopeta en mano. Los yuyos secos crujían bajo sus pies. Una vez al día le tiraban galleta y mandioca. El aire ondulaba fuegos en la garganta reseca.

El hombre durmió poco esos dos días y la última noche no pegó ojo. A través de la ventanita abarrotada, el cielo cargado y bajo traía un rumor profundo y lejano: el tronar de la lluvia sobre el monte. El alba apuntó por fin, salió el sol y la puerta se abrió.

– Acá tenés tu ración de agua. Es hora de trabajar, amigo-

Prisionero y guardia bajaron la picada de tierra rojiza en dirección a la casa del juez.

La cabeza le zumbaba, se le abría por todas partes…, cansancio extremo y esa incertidumbre de no saber lo por venir. Prosiguieron avanzando hasta llegar hasta un claro del bosque. Allí estaba la casa. Hubieron de esperar al magistrado. No estaba. Nunca se encontraba el magistrado en su puesto; es lo que dijo entre dientes el lacayo. Cuando se le necesitaba había que irlo a buscar a la casa del intendente donde se echaba una partida, en la selva, o al río.

A partir de ese día, todas las mañanas a eso de las diez, bajaba la picada custodiado y cavaba pozos para replantar boyacás, uno tras otro.

Trabajaba y trabajaba en la hora por excelencia de las apoplejías, cuando es imposible tocar un cabo de madera que haya estado abandonado diez minutos al sol. Monte, campo, basalto y arenisca roja, todo reverberaba, todo lavado en el mismo tono amarillo. El paisaje estaba muerto en un silencio henchido de un zumbido uniforme que retumbaba en el mismo tímpano y que parecía acompañar a la vista dondequiera que ésta se dirigiese.

Echaba el alma en cada barretazo. La meseta entera se sacudía con los golpes sordos.

De tarde en tarde presentía que unos ojos de mujer le espiaban tras las cortinas de la casa. Era la mujer del juez. Le ayudaba en sus trabajos de oficina. La muchacha era realmente sufrida. Una chica de ciudad, de rasgos finos, con algo de nostalgia y picardía en la mirada.

Un día el hombre se apoyó en la azada, se secó el sudor salado que le hería los ojos con el brazo y murmuró para sí- Está güena la gurisa-

El tiempo pasaba lento y angustiante para el hombre. Todos los días se repetía la misma rutina.

Un atardecer, ya en su calabozo, encontró una llave que colgaba de un clavo detrás de la puerta. El hombre caviló y esperó la madrugada. El guardia dormitaba en su catre. El hombre abrió el candado y como un lince se perdió en la espesura del monte.

A la mañana siguiente, la mujer tenía perfecto aire de culpable aunque no se dio por aludida.

El hombre robó un caballo y galopó cuanto pudo en dirección a la costa. De un salto se incorporó a una guabiroba abandonada. Una fimbria de palitos burbujeantes se adhería a la playa. El río estaba creciendo. El cielo amenazante. Un brusco viento erizaba como un rallador todo el río. La lluvia llegaba. No se veía ya la costa argentina y con la fortaleza que le daba el ansia de libertad remaba y remaba, arremetiendo la bravura indomable del río. La lluvia proseguía cerradísima. Ya estaba cerca de Asunción.

Había dejado de llover. Todo olía a humedad. El barro seguía mordiendo las botas. El musgo manchaba de verde las piedras. El hombre caminó cansino con pasos entrecortados. De pronto se detuvo y se rascó la barba de días. Unas campanadas llamaban al cielo. Se abrió paso entre las tacuaras. El monte entretejido de tacuapé denunciaba una tierra excelente. Al fondo se erguía el campanario de Santa Trinidad. La civilización estaba ante sus ojos.

-¡Ya cheguei mamae!-exclamó

Apresuró el paso y en poco estuvo en Asunción. Por las calles un ruido fuerte se sacudía por inercia: corría y saltaba. Ladridos de perros abandonados jugando, carros de aquí para allá: algodón, mandioca, caña de azúcar… Por fin llegó a la plaza donde estaban las oficinas públicas: el cabildo, la comisaría, el juzgado y aquella iglesia barroca que antes de lejos había vislumbrado.

El sol iba dorando los capiteles corintios de la iglesia. El termómetro iba subiendo. La plaza se iba llenando de mercadería. Pero hubo algo que le llamó la atención: dos mensú discutían a voces a la puerta de una taberna.

El lugar era un pequeño hotel por donde discurrían las gentes más variopintas, desde campesinos que hacían su compra semanal en el pueblo, mensú que ahogaban su sed de caña o los viejos del lugar que alargaban los días con sus aburridas tertulias, jugando a las cartas.

Entró. Un hombre corpulento de aspecto bonachón y desaliñado atendía el mostrador. Pidió un trago a secas. El tabernero lo miró de arriba abajo y le sirvió la caña. Tenía fama de ser discreto y servicial: dos cualidades para su oficio.

-Si necesitás plata, andate a la mesa del fondo. Deciles que yo te mando nomás-

En la mesa del rincón unos hombres jugaban a las cartas. Dos reos, un mensú y un almidonao que parecía ser el capataz. Los reos golpeaban la mesa y puteaban, el mensú sujetaba el mazo con sus dedos amarillentos por el tabaco mientras el almidonao en silencio y seguro de sí mismo iba desplumando a sus contrincantes. La plata se iba amontonando en largas columnas. Una se desplomó. Las monedas fueron rodando por el suelo. El hombre se agachó y fue recogiéndolas. El capataz lo miró de reojo.

-¿Sos nuevo vos?

Contó veinte monedas y le dijo:

-Mañana en el embarcadero tengo algo pa’ vos-

-Ah y comprate algo-

Se frotó las manos y se concentró en el juego como si nada hubiera pasado.

Cruzó aquellas calles que se repetían con matemática simetría. Todas eran iguales de monótonas. El sol caía en vertical y lo vestía todo de blanco.

El aire estaba como recalentado y hacía hervir los recuerdos. Allá a lo lejos, tras una rápida polvareda entrevió el almacén del viejo Pereira que estaba buscando.

Entró. El dependiente lo miró con el ceño fruncido. El almacén estaba abarrotado de pequeños objetos: sartenes, conservas, mantas, zapatos, balas de todo calibre… Husmeó como un sabueso entre las estanterías y se decidió por lo justo: un sombrero de paja, unas botas nuevas, y una camisa para ir tirando. Fue a pagar y algo distrajo la atención del almacenero: una silueta femenina traspasó el umbral de la puerta:- Buenos días, señora- le saludó.

La mujer recogió la sombrilla y sacudió el polvo de la pollera roja de raso. Su blusa de ñandutí dejaba al descubierto el cuello que lucía un camafeo esmaltado, de esos que venían de París.

El hombre no pudo dejar de admirar su belleza entre tantos cachivaches. Aquel rostro le era familiar pero, era sólo una conjetura. Clavó sus ojos como un cóndor tratando de escrutarla. Ella se ruborizó como sorprendida y pensó para sus adentros: -No pude ser, hace ya tanto…En la selva es difícil sobrevivir: sed, calor, hambre…-

Pagó y alzó ligeramente el ala de su sombrero nuevo. Ella rehusó el saludo. Villagra cruzó la calle y esperó a que saliera. El almacenero entraba y salía cargado con bultos mientras ella desde adentro dirigía las transacciones. Por fin el sulky estaba lleno. El tendero empujó la puerta y le cedió el paso. Una sombrilla rosa despuntó. La señora salió del almacén. – Hasta el mes que viene y dele saludos al señor juez-

Fue arrastrando su pollera por el polvo y se disponía a subir al carro cuando una mano la ayudó en su empresa.

-Me gustaría darle las gracias-

Ella, con cierta insolencia prefirió ignorarle pero, ante su insistencia tuvo que ceder y mirando al frente le dijo:

-Por favor, aquí no, podrían vernos. Hablemos esta noche. Me hospedo en casa de mi tía, cinco cuadras a la derecha, justo en la esquina, la del patio grande de jazmines con las rejas negras.

Un fuerte rebencazo sacudió el lomo de los caballos sin culpa.

La noche vino rápidamente a sustituir los colores de la tarde, cubriéndolo todo de un lodo salvaje. La gente se reunía en la vereda a tomar el fresco. Villagra no tardó mucho en encontrar la casa. Decidió esperar a que las luces se apagaran. Y así sucedió. Misteriosamente un quinqué a kerosén recorría horizontalmente las habitaciones. Su luz escapaba a través de las cortinas. Una figura alargada por las sombras rondaba como un fantasma. Al final la dama apareció con una vela entre las manos.

-Se que vos fuiste la de la llave-

Sus ojos se quedaron pegados como espejos contra espejos. Ninguno sabía qué añadir al silencio. Una ráfaga de aire apagó la vela. La mujer rebuscó un fósforo entre sus polleras. Él la agarró de la cintura, ella forcejeó, se resistió, le insultó pero cedió a su fuerza. Los caballos sonreían con cierta ironía entre dientes. Más allá, los dos caían vencidos, en un rincón de paja, en el mismo lugar donde las bestias en época de celo se arrastran llevadas por un impulso tórrido.

Afuera, la ciudad de Asunción despertaba a la vida. Un hombre a medio galope atravesó la calle. Sus miradas se cruzaron. Villagra aceleró el paso. Su rostro mostraba un gesto de preocupación. Aquel hombre le había reconocido.- Será mejor regresar a la selva- pensó. – Me refugiaré allí por algún tiempo-

El sol se hallaba en el punto más alto, cegando toda mirada al horizonte. La densa soledad era amortiguada por los annó. A un lado y al otro, quebrachos y lapachos ocultaban el cielo. Por entre las matas se abrió paso la silueta sudorosa del guaraní. Agotado, dejó a un lado la bolsa y se sentó a la sombra de un gran árbol. Reclinó la cabeza; un pesado sueño invadió su cuerpo exhausto hasta convertirlo en pesadilla.

Navegaba y navegaba por el río. Los tábanos merodeaban y picaban insistentemente su cuello hasta hacerlo todo insoportable. El dolor horadaba su cuerpo. Entreabrió los ojos; las gotas de sudor resbalaban por su frente febril. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? El sol anaranjado empezaba a ocultar sus dorados rayos tras las sierras. Levantó la pesada mano y se la llevó allá donde una puntada acuciante le sacudía la cabeza. Un enorme bulto del tamaño de un huevo de yarará deformaba su garganta. Tanteó los yuyos torpemente hasta dar con la botella que sacó de la bolsa y con terrible esfuerzo la llevó hasta su boca. Aquel licor le alivió aunque quemándole el estómago.

-Me compadre me estará esperando-

A lo lejos corría lento y lánguido el río; el rumor de sus aguas lo iba sumiendo en agónico sueño. La negra oscuridad avanzaba. Un gélido frío lo despertó- intentó enderezarse pero una extraña debilidad se apoderó de sus piernas, sus manos no respondían. Los ojos ya vidriosos miraban perdidos en el recuerdo. Vio las llaves detrás de la puerta, la cara del almidonao, el almacén del viejo Pereira, el camafeo de París, aquella mirada, ese cuerpo de mujer…

Llovía y llovía. La corriente arrasaba los ranchos de la costa…

Pasados los meses y el temporal del invierno, un milico mandadero llegó con noticias frescas.

-A pocas leguas de la estancia de don Ramiro, los perros encontraron esta bolsa, este machete, esta botella de licor. ¿Se acuerda de Villagra, Sr. Juez? Lo encontraron devorado por las alimañas-

-Doble motivo para festejar. Por cierto ¿Sabe que voy a ser padre?- dijo el juez con orgullo.

El juez entró en su casa con ansiosa alegría. La habitación aparecía débilmente iluminada. Al fondo se veía una cama de grandes proporciones. La madre yacía inconsciente. A su lado, una hermosa criatura bullía. Se acercó lentamente y cogió al niño en sus brazos. Lo acercó para darle un beso, más, cuando lo tuvo ante sus ojos, una terrible idea atravesó su mente. Su piel terrosa despertó en él un enojoso sentimiento. La sombra del odio comenzó entonces a nublar su vista y desde el fondo del alma gritó: -¡Añá- Membuí!-

Entretanto un chaparrón golpeaba el cinc de los techos del pueblo ensordeciendo todo pensamiento…

© Norma González Peralta