Manuel Giménez: Un Sueño De Libertad

1er Premio Narrativa VI Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2015

Un Sueño De Libertad

De pronto sales tú, con tu llama y tu voz,
y eres blanca y flexible, y estás ahí mirándome,
y te quiero apartar y estás ahí mirándome.
Gonzalo Rojas

Respiré hondo. Levanté mis ojos. Delante de mí estaba aquella figura difuminada por la luz de la habitación que, al observarme con minucioso detenimiento, me borraba la sonrisa. Envalentonada le grité: “¡Eh, usted, le suplico que deje de mirarme como si fuera un payaso de circo!”. No soy descortés. No lo crean. Pero no soy ningún trofeo para colgarlo en la pared o dejarlo olvidado en el fondo de un cajón del armario. Cuando salgo de mi oscuridad, de mi insólito reposo, no soy más que una bailarina a la que han negado acrobacias, cabriolas y piruetas, anclada en el centro exacto de una caja de música. Tengo la configuración de un sólido petrificado: un tronco esculpido por el viento, la cara dirigida al frente con la mirada perdida en espacios infinitos; los brazos y la piernas en una disposición natural, reposando con la tranquilidad de un ser dormido, como si la muerte hubiera llegado sin espasmos, fulminante, sin aviso. Lo digo porque siempre que abren la tapa, y me ven dando vueltas en continuo tirabuzón al compás de la música como las agujas de un reloj, esperan que salte de mi encierro y les baile la muerte del cisne según la obra de Tchaihovsky, las danzas griegas de Isadora Duncan, o sea una de esas antiguas bailarinas perdidas de los ballets rusos en sus viajes por los teatros del mundo. Yo les ofrezco un insólito y único espectáculo. Con mi cuerpo tenso y rígido, deslizándome ondulante como una serpiente, les doy la felicidad en un resplandor que nunca se repite más allá de ese instante para algunos mágico. Al menos eso es lo que creo. ¿Y si no, para qué, o para quienes, han creado mi escenario con maderas nobles e incrustaciones de nácar, modelado mi cuerpo de porcelana en una posición de brazos alzados, y ajustado hasta el mínimo detalle el delicado mecanismo de mis engranajes? Las pequeñas palancas, los dientes de las ruedas metálicas aseguran mi supervivencia. A partir de cierto momento, parece que estuviera ligada a esa rueda inconsciente que me sustenta. Me siento tan frágil que temo romperme. Me examinan aturdidos, con cara de sorpresa, después de mi salida triunfal, como si ellos no supieran el final de mi constante movimiento cuando cese el impulso que lo mueve. Entonces, permaneceré quieta, con la inmovilidad que adopta una estatua yacente, eso sí, como una bella figura manteniendo la compostura en perfecto equilibrio con un solo pie, con el silencio de una última nota aplastando su eco en la resonancia de la caja. La única concesión que me han hecho ha sido la eternidad. No sé si tengo edad, y si la tengo nadie me ha dado la conciencia del paso del tiempo que pasa por un diálogo complaciente donde los silencios cuentan tanto como las palabras. Llevo años sin respirar y siglos pensando. Nada cambia en el decorado. Tengo un conocimiento muy vago de mi cuerpo. El aire ha borrado los rasgos en mi cara de tanto girar; mi nariz mi boca y mis ojos son un esbozo difuminado de lo que al principio fueron; mi peinado, recogido en mi cabeza en perfecta caracola, está desbaratado; mis zapatillas de punta desgastadas después de estar, no sé cuánto tiempo, ancladas en la plataforma circular que me da la vida; y mi vestido de bailarina, con mi tutú almidonado, apenas cubre la desnudez marmórea de mi cuerpo. Trato de sonreír, de hacer algo especial que me distinga de las demás bailarinas, como una pirueta fuera de programa, o un salto espectacular que nunca antes se haya realizado a la perfección, para demostrar que estoy viva y que mi corazón late en armónica e invisible agitación. Pero no lo consigo. Aun después de poner todo mi empeño nadie me hace caso. Mi destino es dar más, más y más vueltas sobre mi pierna izquierda en una sucesión interminable, sin caer en la cuenta de que ya estoy cansada de dar vueltas. Pero qué le voy a hacer, es mi pequeño momento de gloria. Mi soledad es silencio, cerco total, fortaleza aislada que a nadie rindo ni someto. Tengo tan pocas cosas a mi alrededor que me sirvan de referencia. Si me hubieran puesto un compañero, al frente o a mi lado, al menos tendría mi pareja complementaria con quién cruzar una mirada con disimulo, y con el que acompasar la danza ritual que me han impuesto hasta el fin de mis días. Cada vez que, sin previo aviso, alguien abre mi caja, y gira varias veces la llave de la cuerda, suena la música, la misma música monótona que desgrano nota a nota, unos compases de vals por muy cursi que parezcan, y bailo siempre con la misma cadencia hasta cansarme. A veces, pausadamente, elevo mi cabeza y veo unos ojos asombrados y complacientes por lo que hago, unos labios dibujando las palabras; incluso percibo una mueca impasible, un vaho cálido, un agrio aliento inundando mis hombros y mi pelo; otras, noto una presencia cohibida, la mirada inmóvil e inocente de un niño, como si estuviera viendo un fantasma surgido de la profundidad de la nada. En cada rostro hay una historia diferente que adivino por la forma de mirarme. Los reconozco al primer golpe de vista. Los hay atrevidos que no dudan en tocarme y detener, por unos instantes, el movimiento natural de mi cuerpo con la fuerza de sus dedos; impacientes que esperan a que mis vueltas, desafiando mi fuerza de gravedad, sean cada vez más rápidas para acabar de observarme lo más pronto posible; expectantes, atentos a todo cuanto ocurre dentro de la caja, siendo yo el objeto, la actriz incansable dispuesta siempre a sus deseos. Ellos tienen un cuerpo que obedece, un cuerpo que siente, perciben los sonidos y los colores, viven como nómadas transportando el mundo en su mirada. Quiero saltar de mis anclajes, pero hay una fuerza superior a mí que me sostiene. Nadie me ha ofrecido aún este regio obsequio, este milagro absurdo de la libertad. A unos centímetros, un espejo amarillento, agrietado por el borde izquierdo, refleja mi rostro lívido y serio, quizás con un cierto parecido al rostro real que debería de tener y que nunca lo veré. Si guiño un ojo y saco la lengua, el espejo me imita cambiando mi fisonomía en un sincronismo difícil de refutar. Es como una copia física, cara a cara, sin comunicación, con un enorme vacío distante sin trabas ni obstáculos. Quiero soñar que soy libre, que alguien me enseñe el mundo tomándome de la mano y sentir la luz parpadeante al recobrar los contornos con total realidad, como si el antes y el ahora dependieran de un despertar brusco del ciclo vital. Mientras bailo, escucho con detenimiento lo que dicen mis visitantes del mundo exterior, de la naturaleza de la que son testigos: la tierra, el río, el mar, el viento, las aves, la luna, el sol, la ciudad. ¡Tantas cosas y lugares que desconozco! Quiero caminar con los ojos cerrados sin saber dónde voy, desafiando el color siena de la tierra, oyendo el murmullo del río que me guía, apaciguando el rumor del mar en la tormenta, arrastrando con el viento las hojas secas de los árboles, despertando con el arrullo de las aves nocturnas, viendo la noche iluminada con el disco de plata de la luna, despertando el rojo sol al alba para que corone como un rey el horizonte, reteniendo la melodía de una banda de música desfilando por la ciudad donde todo tiene su nombre. No quiero jugar a las adivinaciones. Es extraño querer pertenecer a un mundo sin existir en él y observarlo desde un mismo plano. Desde mi caótica y esclava armonía me cuesta imaginar un lugar distinto a éste, en mi caja de música, un espacio sin fondo y sin apenas volumen, con una realidad congelada y muda. Murmuro con lágrimas en los ojos: “¡levántate y anda!” y me siento ridícula, lo que prueba que no tengo ni el más pequeño grano de fe. Oigo mi propia voz, seca y concisa: “puedes marcharte”, pero es una voz forzada, y comprendo la incomunicación absoluta a la que siempre estaré condenada. Quiero que el tiempo se instale de nuevo, que se imponga, que gravite con toda su fuerza, hasta el punto de sentirlo físicamente en vigilia permanente, contando los minutos que pacientemente recorren las escalas de las horas y los días, que en algún remoto instante alcanzarán el año para empezar una cuenta nueva. Quiero tener esa sensación extraña de que mi cuerpo se diluye de repente, de que pierde su peso, de que va a volar desafiando las leyes de la gravedad. Me resulta extraño que mi ser se desvanezca en la inercia de lo más cotidiano, que los pocos minutos donde estoy viva sean sólo en apariencia. Quiero tener dos conciencias: la una, la cotidiana, la que todos observan en el centro de la caja, y la otra con la que presiento otro universo, otra armonía, liberándome del tiempo y del espacio, haciéndome inmortal, infinitamente soberana. No quiero vivir sin haber conocido el amor en estado bruto, sin haber experimentado ni aprendido de los errores y de los fracasos. ¡Qué extraños impulsos! Sé que nunca podré amar. No escucharé los susurros anhelantes de mi amado, ni sentiré en mi pecho los dedos crispados del placer. Su ausencia se irá haciendo cada vez más dolorosa hasta que algún secreto mensaje de defensa me mate los deseos a las puertas mismas de la locura. Me observo y me interrogo: ¿cuánto tiempo hace que estoy aquí?, ¿por qué he de seguir con esta danza ridícula?, ¿y si en el fondo nadie quiere saber nada de mí?, ¿en verdad sólo soy una caricatura, una parodia de la fantasía?, ¿porqué no me escapo si la caja está abierta?, ¿y si de repente no respondo a lo que se espera de mí y me quedo quieta, sería un objeto inservible a la espera de la compasión de aquel que me posee?, ¿qué extraño castigo y poderosa amenaza se cierne sobre mí? No encuentro ninguna respuesta. Mis impulsos son baldíos y frustrados. Es como si algo, o alguien, me asiera con fuerza obligándome a permanecer fija donde estoy, o me dejara hechizada convertida en piedra pulida de cintura para abajo. Quiero pensar, inventar mi propia sombra, reflejar en el espejo mi silueta. Quiero gritar, estallar con un sufrimiento desconocido. Pero no sirve de nada. La música está lo suficientemente alta como para ahogar mi voz y diluir mis pensamientos. Mis movimientos son fijos, pausados, monótonos. Ni tan siquiera, girando sobre mi eje sin parar, cuando todo está inmóvil a mi alrededor, tengo gracia. Ya he dado demasiadas vueltas sin sentido. He perdido la cuenta. Tampoco es que eso sea importante. Es una cuestión de práctica. Yo misma reconozco que no soy una delicia bailando. No hace falta que opine sobre el fin de mi existencia. No tengo recuerdos. Mi memoria está congelada y muda. Mi vida se parece a un irracional mundo con imágenes retenidas en secuencias, donde la luz, la penumbra, la sombra, la oscuridad, el silencio, cobran su significado con total definición. Siempre he estado aquí; siempre ha sido así: abrir, cerrar, esperar, comenzar, terminar, aguardar, despertar, sellar, desear… Inventarme una nueva disciplina es lo que me queda por hacer. Me cuesta completar la última vuelta. No tengo un corazón que palpite dentro de mí y me imponga su orden, ritmo, compás o sincronía. Caigo en la cuenta de que no soy libre de mis actos. Tengo un dueño, un amo que me posee. Por él no tengo voluntad para negarme a nada, incluso de mi propio fin, de mi destrucción, o condenarme al olvido, si es eso lo que desea. Cuando la cuerda termine volveré a la soledad de la caja, a la tumba del sueño, a la paz monótona, a mi tiempo interior, a mi encierro en esta estrecha prisión que oprime mis sentidos y que he de aceptar incondicionalmente como un destierro del mundo de los vivos. Y los objetos que me rodean dejarán de moverse para regresar a sus lugares comunes, a un orden fijo en su lugar de reposo. De pronto, me encontraré con el silencio, amortajada por las tinieblas, volveré a la oscuridad hasta que una nueva mirada me encuentre al abrir mi caja de música.

© Manuel Giménez González Ver currículum »