2º Premio de Narrativa XIII Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2022
Debía de tener yo unos diez años cuando sucedieron aquellos acontecimientos y aún no se han difuminado ni un ápice de la memoria tatuada en mi íntima retina. Yo era un niño endeble y escuálido, mucho más menudo que la media de chavales de mi edad, pero atlético y ágil como pocos y con un hambre de aventura y una sed de curiosidad insaciables.
Siempre me atrajo poderosamente aquella gran mansión abandonada, rodeada por un enorme jardín que, con el paso de los años, se había convertido en una jungla impenetrable, después de que sus inquilinos, un acaudalado matrimonio inglés, apellidado Smith, hubieran fallecido con un corto lapso de tiempo de distancia, tras donar su imponente vivienda al Ayuntamiento de la ciudad donde habían vivido sus últimos años, que no sabía, hasta el momento, qué hacer con ella.
Muchas leyendas y habladurías habían provocado entre las gentes menos cultivadas del municipio su presencia allí y no se ahorraron comentarios de todo tipo, desde que se dedicaban a la brujería hasta que eran contrabandistas, pasando por ser considerados espías, conspiradores o corruptores y asesinos de niños como aquella famosa ropavejera del norte de España que había sido descubierta tras cometer terribles aberraciones con niños y adolescentes a los que había acogido para supuestamente paliar su indigencia.
Nos gustaba a mis amigos y a mí colarnos en su salvaje territorio para sentirnos fuera del tiempo y del espacio que vivíamos. Allí nos sentíamos fuera del alcance de los mayores, tanto de los profesores como de los padres como de los grises policías que se afanaban en impedir todo acto de libertad, de intimidad o de sano disfrute.
Aquella vez íbamos sólo mi amigo Abraham y yo. Los demás habían preferido irse a la playa con las niñas de la pandilla. Abraham y yo éramos diferentes, estábamos comprometidos siempre con el ansia de aventura y de riesgo y siempre elegíamos adentrarnos en el viejo y destartalado caserón antes que tontear ridículamente con las avispadas y a veces crueles compañeras de clase que jugaban con nuestros sentimientos.
Recuerdo que se me quedó atrapado un pie en una de las escuadras de hierro que contenían un compás y una enorme letra “G” y que estaban repartidas por toda la geografía de la alta y robusta verja que teníamos que superar para entrar en la mansión. No tenía ni idea de su significado por entonces, pero me gustaba sobremanera recorrer sus punzantes bordes con las yemas excitadas de mis dedos curiosos. Abraham tuvo que afanarse un buen rato para liberar mi reo pie que ya empezaba a quedárseme dormido.
Una vez dentro de aquella formidable fortaleza ajardinada, teníamos que abrirnos paso con palos y varas a modo de machetes, para poder avanzar en su tupida red laberíntica. Las espinas de los rosales no cesaban de dibujar en nuestra piel caprichosos arabescos que luego escocían como latigazos.
Nos encantaba perdernos en esa fronda densa y compacta, sentir nuestros cuerpos presionados por sus tentáculos como lenguas de fuego y sabernos sepultados por la Naturaleza, huidos por varias horas de la civilización y sus secuelas.
Pero aquella excursión iba a tener un desenlace inesperado y a todas luces alucinante, que marcaría mi vida para siempre.
Después de muchas horas de adentrarnos en su hostil territorio, accedimos al centro del otrora jardín y nos topamos de bruces con una imponente escena: Allí en el centro de una ancha plaza coronada por una decrépita fuente se encontraba ante nuestras atónitas miradas un formidable ataúd de grandes proporciones que llevaba en su tapa labrada un lirio de luz, una cuchara y una llana, además del ya familiar signo que se repetía hasta la saciedad por toda la verja que escondía la propiedad de ojos curiosos e inquisidores.
Inspeccionamos con una mezcla de miedo, morbo y curiosidad irrefrenable toda la geografía del aparatoso ataúd y observamos que se encontraba encadenado a un centenario y majestuoso ficus. Locos de un impulso animal nos afanamos, con nuestros ridículos palos por todo instrumental, en abrir su enormemente pesada tapa, pero todo intento resultó inútil.
De improviso, cuando ya estábamos a punto de rendirnos en nuestro estéril cometido, la tapa saltó como un resorte, accionada seguramente por un mecanismo mecánico desde la casa, pues unos segundos después cuatro hombres ataviados con blancas túnicas, que portaban también los ya mencionados símbolos, salieron del caserón y se dirigieron hacia donde nos encontrábamos.
Abraham salió despavorido y fue engullido por aquella especie de Mar de los Sargazos que conformaba la jungla que habíamos recorrido para acceder allí. Yo me quedé paralizado y en un acto reflejo me introduje con una ágil cabriola dentro del ataúd.
Desde allí asistí como un espectador de excepción a toda la barroca ceremonia que se desarrolló con gran parafernalia a continuación, teniendo al ataúd como centro de operaciones. Oí extrañas palabras y espeluznantes cánticos y proclamas, oí hablar de que para acceder a “la Hermandad” había que morir de toda vida pasada y resucitar, para renacer a una nueva existencia. Conocí por fin que el símbolo de la “G” simbolizaba a Dios, y el compás representaba una metáfora para concienciar a la humanidad de la igualdad entre todas las personas. Pude entrever entre las rendijas de mi escondite cómo una decena de encapuchados se saludaban, estrechándose con fuerza las manos izquierdas y cómo conformaban un círculo alrededor de una fogata donde todos sus integrantes tenían las manos entrelazadas. Oí por primera vez en mi corta vida la palabra “logia” y que el compás, la escuadra y la críptica “G” componían las tres luces de la Masonería.
Se impuso un silencio sepulcral de improviso. Y poco después oí cómo acompañaban al que denominaron como “el aprendiz” hacia su prueba de fuego. Segundos después una figura ataviada con una túnica blanca y con la cabeza enfundada en una gran capucha del mismo inmaculado color era introducida en el ataúd donde me encontraba. Yo me hice un ovillo en una esquina de éste para no estorbar a mi acompañante en el acto de tomar acomodo en su funesto lecho. La tapa del ataúd cayó sobre nosotros como una losa y se hizo la noche y el silencio. Cesaron las voces y se alejó el cortejo. Mi desconocido compañero de encierro y yo nos sabíamos acompañados en aquel dramático trance y tras tantearnos con las manos y con los pies, decidimos al fin hablarnos. Su voz me desconcertó y me cogió de improviso. Era una voz joven de muchacha de unos 20 o 25 años que me preguntaba qué diablos hacía allí, molestándola en el supremo acto de pasar de su vida anterior a la etapa nueva y depurada que la esperaba cuando al alba saliera del ataúd, que nos acogía, con el alma y el cuerpo limpios de toda mácula. Esa noche tenía que ser la de su depuración, la de la purga de todos sus errores del pasado y tras abandonar en el interior del féretro todo su muerto pasado, debía salir resplandeciente y límpida a su flamante y renovada existencia. Yo le conté sin muchos detalles mi accidentada excursión. Se rio, aliviada, soltando toda la presión que la mantenía hierática y dura.
Nunca supe su nombre ni le vi el rostro. Sólo recuerdo su voz como un torrente de agua fresca y un soplo de aliento joven. Después creo que me quedé dormido, mientras la oía murmurar arcanas letanías. Soñé con cucharas líquidas que me arrojaban flores y mariposas sobre mi cuerpo inerte. Vi enormes escuadras y compases que me abrían finísimas heridas en mi pecho de las que salían pájaros y números indescifrables.
Me despertaron los pasos y los himnos, los alientos y los latidos que se acercaban. Y vi cómo salía la enigmática joven, con la que había compartido la noche, blanca y radiante como una recién nacida, como una llama nueva, como una cándida y pura niña, como una novicia virginal y cristalina. Aguardé aún mucho tiempo para ir acometiendo el difícil esfuerzo de salir de mi escondite y ser fagocitado por el bosque garduño que rodeaba a la casa. No recuerdo cómo salté la verja ni cómo llegué al encuentro de los míos. De ese trance en el que estaba sumido me despabiló de golpe la guantada de mi madre y los gritos de mi padre como cañonazos.
Yo también salí diferente de aquel ataúd. Allí dejé mi inocencia y mi más tierna niñez, para convertirme en un muchacho que no cesó de investigar sobre lo complejo de la naturaleza humana.
Hoy, después de más de cincuenta años, he vuelto a esa casa actual sede de la Mancomunidad de Municipios de la Comarca donde nací y he penetrado por fin en su interior. En su salón amplio y majestuoso presento esta noche mi nuevo libro sobre Antropología y antiguos ritos, arropado por amigos, familiares y colegas de profesión.
Donde estaba el ataúd hay hoy una escultura que representa al Ave Fénix. En la cancela de entrada, todavía impertérrita y desafiante, se conserva una afilada escuadra con su compás y su “Dios” dentro.
¡Qué poco sabemos de nosotros mismos!
© Emilio Ríos Vera
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