Luis Auñón Muelas: El Espíritu De La Perseverancia

1er Premio de Prosa XI Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2020

EL ESPÍRITU DE LA PERSEVERANCIA

Le gustaba la literatura, era su hobby favorito. Leía a Heminway, a Rilke, a Walt Whitman… Leía a Tagore, le fascinaba. También le gustaba escribir. Escribía en sus ratos libres y en el tiempo que robaba al sueño. Pasaba las horas muertas tecleando el ordenador, algunas noches, incluso, hasta que le sorprendía el amanecer. Aunque sus escritos eran vulgares, carecían de originalidad y estilo propio y no tenían valor literario alguno, se creía un magnífico escritor. Soñaba con convertirse en un famoso literato. Forjaba ilusiones. Se imaginaba el día en que obtendría el galardón más importante del país. Incluso, tenía preparado el traje que vestiría cuando fuese a recoger el premio y ensayaba los gestos y las poses que adoptaría en el momento en que las cámaras fotográficas comenzasen a disparar sus flases. Hasta había redactado el discurso que pronunciaría en el acto de entrega. Estaba seguro de que un día ganaría ese premio; entonces, sería aclamado por las multitudes, subiría a los escenarios y pronunciaría largos discursos ante el público sentado en las plateas de los teatros, en los ateneos y en los principales centros culturales. Se relacionaría con eminentes poetas y escritores. Alternaría en tertulias y ambientes literarios de la ciudad. Se afiliaría a asociaciones y clubes de intelectuales y asistiría a recitales poéticos y fiestas literarias. Altivo y arrogante, cruzaría jubiloso entre el delirio de los aplausos y los vítores del público. Las multitudes le aclamarían. Sus libros serían publicados en las principales editoriales del país. Y quién sabe si un día no llegaría a ocupar un sillón como miembro de la Real Academia de la Lengua. Asistiría a entrevistas que le harían en emisoras de radio y en los estudios de televisión, a través de los que expondría sus ideas y proyectos. Su foto aparecería en las primeras páginas de los periódicos; y así, se redimiría de la vida absurda e inútil en la que sumergía sus días. Imaginaba el día en que abandonaría la oficina, y la cara que pondría su jefe al enterarse. No tendría que atravesar cada mañana la ciudad al volante de su utilitario, inhalando el aire infecto de la contaminación, entre los atascos del tráfico y las groserías de taxistas y conductores de autobuses. No tendría que fichar cada mañana y dormiría a pierna suelta hasta el mediodía. Se compraría un fastuoso chalet en una lujosa urbanización y se marcharía a vivir al campo escapando del ruido, la contaminación y el desorden de la gran ciudad. Y como con dinero se consigue todo, se separaría de su mujer y se casaría con una chica joven y atractiva, como hacen los famosos y personas importantes. Batiría récord de ventas. La gente le reconocería cuando fuese por la calle, le saludarían y le mirarían de arriba abajo despertando una mezcla de envidia y admiración. Las masas le aclamarían y solicitarían que les firmase un autógrafo, que él, ufano y satisfecho, estamparía sobre una de las primeras páginas en blanco de su libro. Por esto, soportaba cada día las horas muertas frente al ordenador, y luego, en la oficina, mientras sus compañeros hablaban de fútbol, leían el periódico o bebían cerveza en el bar.

Su nombre, José Martínez, era vulgar. Sus compañeros le sugerían que utilizara seudónimo, pero nunca aceptó, pues, en su opinión, lo importante de un escritor no es el nombre sino su obra: la forma de enfocar los temas, el estilo, la calidad literaria, la originalidad, la brillantez de ideas… Estaba seguro de que triunfaría. Era evidente que la gloria y la fama le esperaban con los brazos abiertos.

Veía su foto en los periódicos, junto a su nombre escrito en grandes titulares, encima de las opiniones y las críticas acerca de su obra y su persona: “El ser humano en lucha contra el destino”. “Una obra dura, descarnada, terrible, cruel”. “José Martínez, auténtico maestro, gran fabulador, iniciador de una nueva generación de escritores”. “Un digno sucesor de los actuales Vargas Llosa, García Márquez …” “El literato del futuro”. “Una manera magistral de reflejar la miseria humana a través de unos personajes descorazonados, donde deja entrever los íntimos conflictos de la sociedad en continua y desigual lucha del individuo contra sus propias adversidades”. “Pepe Martínez, la gran revelación de la literatura actual, conocido como el novelista del siglo XXI, irrumpe en el mundo de las letras con una narrativa insólita y original, desconocida hasta ahora en el mundillo literario”…

Sin embargo, veinte años después de iniciar su actividad literaria y tras haberse presentado a más de doscientos certámenes, no había obtenido ni una mención honorífica. Pero no por esto se desanimó, continuó escribiendo sin interrupción, con más ganas e ilusiones que el primer día. Un literato aficionado, al que conoció por casualidad, le informó de que la mayoría de los premios están amañados, que el mundo literario está podrido, todo en él es pura falsedad, injusticia, discriminación, una falacia tremenda, un engaño impresionante. Los certámenes están manipulados, todos son concursos corrompidos, con jurados comprados, con concursantes estafados y sin posibilidad de triunfo. También le dijo, que tuviera presente, que los editores sólo publican a escritores de renombre, no arriesgan su dinero con autores desconocidos. Por tanto, lo que tendría que hacer era buscarse buenos padrinos. A lo que él le respondió ofendido que no es de los que prostituyen su talento. Luego le explicó que, para seguir alimentando la esperanza, tendría que informarse sobre el tipo de literatura que se escribe en la actualidad, cuáles son los temas y argumentos en boga y que despiertan mayor interés, qué es lo que más se valora a la hora de conceder los premios y qué clase de escritores ganan los certámenes. Así, su mesa se vio invadida por los libros premiados en los últimos años y publicados en las grandes editoriales; y sus libretas, llenas de anotaciones y comentarios entresacados de obras ganadoras de grandes premios.

Después de leer todas aquellas novelas, hizo un importante descubrimiento. Estas obras literarias le sacaron de dudas y adivinó por qué nunca había obtenido premio alguno. Su narrativa tenía demasiada calidad para darle ganador en los certámenes. Los premios literarios se los adjudicaban a chapuzas, a novelas rematadamente malas, aparte de indiscretas, desaprensivas y que no trataban tema alguno digno de atención e interés. Así, le fue desvelado el secreto de lo que debería hacer para ganar un premio importante. Escribiría una novela mala, malísima, peor aún que la mediocridad en la que naufragaban sus composiciones literarias.

Con ideas claras y planteamientos diferentes, se decidió a embarcar en la aventura un lunes por la mañana, aprovechando que apenas tenía trabajo en el despacho. Luego, continuó escribiendo en su casa hasta altas horas de la madrugada. Por las mañanas, aparecía ojeroso y soñoliento en la oficina para continuar con la literatura en el trabajo. Nada le importó ser el centro de las bromas de sus colegas que hacían chistes a su costa insinuándote si sus malas noches no serían a causa de una amante. Pero se armaba de paciencia y admitía las risas resignado, pensando que también fueron objeto de burlas: Einstein, Marconi, Fleming o el mismo Tomás Edison antes de que consiguieran sacar a la luz sus hallazgos y mostraran al mundo sus descubrimientos para asombro de la humanidad.

Con anterioridad, había escrito dos novelas que ya habían rechazado en todas las editoriales del país, desde las más grandes a las más pequeñas, pasando por las medianas. Enviaba sus manuscritos acompañados de una carta de presentación breve y cordial y un currículum que no tenía, y, pasado un tiempo, le remitían la copia otra vez -si es que se tomaban la molestia en contestarle- diciéndole que, lamentablemente, no encajaba en los planes de la editorial, o no se adaptaba a su programa de publicaciones, o no se ajustaba a sus colecciones, o no…, acompañada de unas frases amables y expresivas, que ya sabía de memoria, en las que le enviaban saludos, le animaban a continuar y esperaban poder colaborar con él en otra ocasión. También las habías presentado a más de doscientos premios literarios de los que ni siquiera recibió contestación alguna.

A su primera novela le había dedicado la friolera cifra de diez años de su vida, mientras que la segunda había tardado ocho años en ver la luz. Ahora, sin embargo, en el tiempo récord de cuarenta días y cuarenta noches, todo de corrido, finalizó su obra un viernes por la tarde al concluir la jornada laboral en la oficina. No quiso perder tiempo en releerla, no se entretuvo en retocarla, no quiso hacer arreglos ni correcciones. Se sentía satisfecho, afortunado. Así que, como le apetecía celebrarlo, se citó con los amigos a la hora de la salida del trabajo. Cenaron en un restaurante, y después, deambularon de barra en barra por los bares de la ciudad. Llevaba dentro de una carpeta el manuscrito que acababa de imprimir en el ordenador de la oficina. Su novela, titulada El Premio, fue pasando de mano en mano mientras explicaba entusiasmado que era una parodia de los premios literarios y que esperaba ganar con ella el premio más importante del país. Cruzaron de un extremo al otro de la noche brindando por la novela, bebiendo de taberna en taberna; mientras entre vahos etílicos, humos de tabaco, luces rojas y risas de borrachos leía párrafos y recitaba pasajes a los oídos de camareros y amigos que, a veces, le daban su parecer y le exponían cambios y sugerencias que anotaba con lápiz en el manuscrito. Hasta en alguna ocasión, quedó olvidado encima de la barra de un bar –menos mal que guardaba el disquete en el bolsillo–, pero regresaba a buscarlo y lo recuperaba entre las burlas y las risas de los parroquianos.

El lunes a primera hora, aún con la resaca a cuestas, se ausentó de la oficina con el pretexto de solucionar unos trámites urgentes. Se dirigió hasta la estafeta de correos más próxima y certificó el manuscrito, remitiéndolo al premio que cada año convoca la Editorial Planal, el premio más prestigioso del país, con una dotación económica que supera los seiscientos mil euros.

Un inexistente comité de lectura dejó reducidas a una docena las 2.524 obras presentadas al certamen. Pero allí estaba la novela de Pepe Martínez entre las finalistas. En la relación de privilegiados, entre los nombres de importantes poetas, escritores y periodistas, figuraba su novela, presentada bajo el seudónimo de Juan García. El jurado del premio Planal está constituido cada año por ilustres literatos y el editor más importante del país. Desde el primer momento, el jurado albergó la sospecha de que, bajo ese vulgar seudónimo, se ocultaba cierto escritor de renombre que tenía a bien presentarse para ganar el certamen. Llamó la atención de la novela la baja calidad literaria, las necedades que narraba y la forma absurda de plantearlas, la expresión burlesca y el estilo extravagante, la trivialidad de la obra, la pésima terminación que parecía como inacabada y confusa y la manera intrépida con que osaba denunciar los tejemanejes y los mangoneos de los certámenes literarios, cosa que llevó a aumentar las sospechas de que tanta osadía no era obra sino de un escritor de reconocido prestigio que se caricaturizaba a sí mismo y parodiaba con un cinismo inverosímil el amaño de un premio preparado de ante mano para él; lo que el jurado consideró como una broma suya, un disparate más, un gesto y una nota de buen humor, dentro de su línea, conocida de antemano la ironía y el ingenio humorístico del citado autor. Sin la menor deliberación, el jurado decidió proclamar ganadora, por unanimidad de sus miembros, la novela número 1.823 titulada El Premio y presentada bajo el seudónimo de Juan García.

El sueño de Pepe Martínez se había cumplido. Sería aclamado por las multitudes, recibiría los aplausos del público, tendría chalet en la sierra, dejaría la oficina, se casaría con una mujer joven y bonita …

Pero, ¿quién no ha sentido alguna vez frustradas sus ansias de felicidad? ¿Quién no se ha visto defraudado en sus sueños e ilusiones? ¿Quién como Pepe Martínez no ha tenido la gloria al alcance de la mano y al ir a palparla se ha desvanecido como el humo? ¿Qué escritor no espera saborear las mieles del triunfo en algún momento de su vida, pero no consigue sino estrellarse una y otra vez contra sus propios fracasos?

Cuando el jurado abrió el sobre de la obra ganadora, correspondiente a la plica número 1.823, bajo el título de El Premio y el seudónimo de Juan García, no encontró nada en su interior. El sobre estaba vacío, la plica estaba en blanco, el autor había olvidado poner dentro sus datos personales.

© Luis Auñón Muelas