1er Premio de Prosa X Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2019
ACOSO
Rosa, con la cabeza reclinada sobre el cristal de la ventanilla, recordaba como tuvo que salir a toda prisa de su apartamento para ir a refugiarse al pueblo de sus padres huyendo de su pareja y sus continuos maltratos que no podía soportar ya más. Poco a poco se serenaba y se sentía más segura, a medida que se alejaba de Madrid.
El autobús avanzaba ahora lentamente. Las ballestas rechinaban estrepitosamente y se redujo la marcha mientras escalaban la cima de unos agrestes montes coronados de enormes pinares. Siguieron subiendo. Unos minutos más, y ya en la cumbre, un tupido manto de verdor se extiende a sus pies. Una franja blanquecina y polvorienta, la carretera, serpentea hasta perderse en el horizonte que corta bruscamente una montaña. Con un continuo vaivén, entre vueltas y revueltas, el autobús prosigue su camino. A la izquierda se divisa el corte vertical que termina abajo, en el valle. A la derecha la falda del monte, en donde los pinos, las zarzas, el tomillo, el espliego y un sinfín de olorosas plantas, dan un toque de libre naturaleza, de limpio y balsámico aire que parece ensanchar los pulmones. Después, al ir bajando, predominan los tupidos matorrales, las peculiares sabinas. Y en una revuelta aparece el pueblo. Enfilan la calle principal a la que desemboca la polvorienta carretera y siguen hasta la plaza. En el edificio lateral izquierdo, reza un gran letrero indicando: “Ayuntamiento” y a su derecha, más al fondo, donde la calle inicia el descenso, una bifurcación conduce a la única fuente que existe en el pueblo, con sus cinco caños de frescas aguas que se precipitan sobre una amplia pileta en donde apoyar los cántaros y que a su vez desagua a un amplio bebedero para las bestias de carga. Frente a ella, en un austero caserón de dos plantas está situado Telégrafos y Correos. Sobre el tejado de este edificio se alza un pequeño capirote de roja techumbre en el que se guarece un reloj con una sonora campana que esparce al aire por todo el pueblo el anuncio de las horas.
Más cerca, a tan sólo unos doscientos metros, siguiendo la vereda que arranca de junto a la Iglesia, un estrecho camino penetra en el monte y apenas unos cien metros, un barranco nos conduce al lavadero bajando una empinada y peligrosa cuesta. Es este, un sombreado espacio con altas choperas en donde un grueso chorro de agua tan fresca como el hielo, se vierte en tres grandes balsas para lavar, construidas con piedra y cemento.
Estas y otras muchas cosas son las que iba redescubriendo Rosa por no serle desconocidas, ya que había pasado su niñez allí. Cosas sencillas pero encantadoras, como las amables gentes del lugar que le habían abierto de par en par sus casas y sus corazones.
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Pasó veloz lo poco que quedaba de aquel verano, llegó el invierno y permaneció allí, escuchando silbar el viento, viendo caer la nieve. Y poco a poco sus miedos, sus ansias, se fueron apaciguando.
Ocupaba una soleada habitación en casa de una tía suya, que había quedado viuda, y que la recibió con gran cariño como la hija que jamás tuvo.
Rosa siempre estaba activa, laboriosa, y en los momentos de descanso recibía la visita de las jóvenes del pueblo que gustaban de hablar y preguntar a la señorita venida de la capital mil y una cosa. Entre tanto, la mutua estima entre todas ellas se iba incrementando.
Con el nuevo verano los trigos se tornaron de color dorado y sus espigas al sol brillando como flechas de oro. Comenzó la siega, el acarreo. Las mulas emprendieron sus largas caminatas, trayendo desde los más alejados lugares del término el trigo hasta las eras.
– Ya han levantado la media veda, señorita Rosa. Dicen que este año vendrán muchos más cazadores de fin de semana que el año pasado – le comentó el hijo de Fermín el alcalde.
– ¡Sí, este año será muy bueno para la caza! – afirmó Santiago el tendero – .Se han visto muchas codornices y algunas perdices y de liebres está el monte lleno.
Rosa retiró su compra y salió a la calle sin hacer ningún comentario. De repente, sin saber por qué se sentía molesta. La sola idea de ver gente extraña le contrariaba. Sería gente de grandes ciudades, quizá de Madrid también, y posiblemente alguien la reconocería, ¿y por qué no, hasta podría ser el propio Fernando? Ella sabía que estaría indagando por todos lados y buscándola como un loco. Sabía lo vil y canalla que era. ¡Dios mío! ¿Por qué le habría conocido?
Durante los once meses que llevaba en este tranquilo pueblo parecía otra. Había olvidado casi quien era, pero ahora de pronto su pasado volvía a ella sólo con el recuerdo de aquel malvado hombre. Por su mente cruzaron los errores de su juventud y la manera inocente y pueril con que había sido seducida, el hijo que se malogra, el abandono, la cobardía de sobreponerse, la juventud truncada y después…, ya se sabe.
En un cabaret donde trabajaba de camarera había conocido a Fernando. Le pareció todo un caballero, frases amables, buenos consejos, solicitud y cortesía, y ella se lo había creído. Imaginó que una aureola de luz asomaba en su vida, esa vida de veinte años que deseaba vivir y recomenzar de nuevo sobre los rescoldos de su pasada amarga experiencia. Así, sin darse ni cuenta, durante seis años había sido su amante, una amante fiel, enamorada y esperanzada por la promesa de matrimonio que cada vez estaba más convencida que jamás se haría realidad y que sólo la tenía a su lado para vivir de ella. Él había agotado todas sus artimañas. Al principio fueron olvidos de dinero que él fingía, luego préstamos, pedidos con toda suerte de razonamientos y la promesa de devolverlos de inmediato, más tarde, fue la exigencia grosera. Al fin había comprendido que el marido que ella había deseado con toda su alma, era en realidad un chulo que vivía de ella. Desilusionada, triste, depresiva, se había resentido su salud y se pasaba llorando largas horas de insomnio, oponiéndose a las exigencias de él, que desprendido ya de ese breve velo que en lo humano convierte lo sublime en ridículo, la apremiaba y amenazaba cada vez con más insistencia. Por fin había llegado el enfrentamiento total y el rechazo por parte de ella a ser utilizada de esa manera. A partir de ese momento se hicieron más frecuentes las disputas, repetidas veces descargó él sus manos con furia sobre su rostro y todo se hizo vibrante, tenso, hasta que al fin armándose de valor optó por la huida. Y allí estaba ahora en el pueblo de sus abuelos tendida en la cama llorando desconsoladamente, con un telegrama entre sus manos que le habían entregado al volver de la compra. Decía escuetamente: “Llegaré el viernes con los cazadores” .Fernando.
Durante los siguientes días permaneció en su casa sin salir para nada. A cada momento aumentaba su tensión y se sentía más cansada. Dudaba si contárselo todo a su tía, esa sencilla mujer de pueblo que quizá se escandalizara. ¡Estaba sola! Y si se marchaba, ese salvaje de Fernando era capaz de inventar y contar en todo el pueblo cosas atroces de ella, cosas que sumirían en la vergüenza a sus parientes. Tenía que hacer acopio de todas sus fuerzas, rezar, y enfrentarse a él de una vez por todas.
El día anunciado llamaron a la puerta y ella misma abrió con cierto recelo. No pudo resistir el sobresalto al verlo frente a ella. Le temblaban las piernas y su voz no sonó todo lo firme que ella deseaba cuando le preguntó:
– ¿Qué desea caballero?
– ¡Hola! ¿Tan sólo me dices eso y ni un besito? – la saludó, con una cínica sonrisa.
– No tengo nada más que hablar con usted -le replicó mientras hacía ademán de cerrarle la puerta en sus narices –. ¡Puede marcharse y dejarme tranquila!
– ¡Espera mujer! ¿Crees acaso que he venido hasta aquí, con lo que me ha costado localizarte, sólo para decirte hola? – había acritud ahora en su semblante.
– ¿Qué es lo que deseas? – le preguntó ella con voz temblorosa.
– Eso está mejor – repuso con una sonrisa triunfal mientras se introducía en la casa empujando la puerta – .Lo que quiero es que te vengas conmigo a Madrid.
– No Fernando – se opuso ella con entereza – .Lo nuestro se ha terminado.
– A pesar de todo, lo mejor para ti es que te vengas conmigo – modificó el tono de su voz que pretendía ahora ser dulce y amable –. Piénsalo, vida mía. Perdona mis errores, pero ahora sé que te quiero. Que no puedo vivir sin ti. Nos iremos y nos casaremos. Emprenderemos una nueva vida.
Mientras escuchaba sus palabras, Rosa cerró los ojos, quería inhibirse de lo que estaba oyendo. No quería ver ese rostro varonil, delicado, al que tanto había amado y que tanto la había hecho sufrir. Al fin, con voz más tranquila y atreviéndose a mirarle a los ojos le dijo:
– Estás perdonado Fernando. Los dos hemos tenido parte de culpa, pero para nuestro bien dejémoslo así. Yo me quedaré aquí, en este pueblo, en el que he encontrado paz, salud, y comprensión entre la gente. Sabes que estoy enferma, ¡muy enferma !Y sólo te pido que me dejes vivir mi vida en paz. ¡Compréndelo! Si de verdad me quieres como dices, márchate tú solo.
– ¡Pero Rosa! Nos amaremos. Seremos muy felices. – insistió él.
– Ya es demasiado tarde. Te lo ruego con toda mi alma, ¡déjame aquí! Si quieres dinero, te daré todo lo que tengo, pero vete de mi vida. – sollozaba.
– ¡No, no me iré Rosa! Al menos no me iré solo – su voz sonaba ahora brusca y autoritaria – .Tú estás acostumbrada a otra clase de vida y en otros ambientes. Al lado de otra gente, compréndelo. Además, te necesito. Las cosas no me van bien, tengo muchas deudas… No hablemos más, ¡te vendrás y basta! – la asió bruscamente de la muñeca.
– ¡Eso, jamás! – se defendió ella valientemente – .En otros tiempos me hubieras convencido, pero ahora no estoy dispuesta a empezar de nuevo tu juego.
Él gritó colérico fuera de sí:
– ¡Está bien! ¡Leches, de acuerdo! Pero ya veremos si opinas igual cuando cuente en el bar. del pueblo la clase de mujer que eres. La señorita Rosa – dijo irónicamente arrastrando las palabras -. ¡Una cualquiera, eso es lo que eres!
La mano de Rosa cruzó su cara y él sin inmutarse descargó a su vez sobre ella un brutal puñetazo que la tiró al suelo haciéndole sangrar nariz y boca. La levantó del suelo asiéndola con las dos manos de la ropa y le gritó amenazador:
– Escucha bien mujeruca, no podrás librarte de mí tan fácilmente y eres lo suficientemente bella todavía para que me resultes un buen negocio.
Rosa sollozaba entrecortadamente con la cabeza gacha. Él levantó su barbilla para obligarla a mirarle y le ordenó:
– Recoge tus cosas porque nos iremos pasado mañana. Te esperaré en la Fonda donde se hospedan los cazadores. Despídete de tu familia y de tus amistades como si nada pasara, y si alguno de estos palurdos se ha fijado en ti, ojito con decirle nada. ¡Y no intentes jugármela si quieres que yo mantenga la boca cerrada!
Apenas hubo salido, sin poder contener su amargura, Rosa se lanzó sollozando sobre la cama. Su cabeza parecía que le iba a estallar. No llegaba a comprender cómo era posible que su vida se viese truncada así. ¡Canalla! La tenía en sus manos. ¿Pero irse con él? ¡Antes la muerte! – dudaba – .Pero si no lo hacía, aquel sinvergüenza era capaz de contar mil infamias de ella entre aquellas buenas gentes y perdería la única estima, el único respeto que le habían mostrado a lo largo de toda su vida.
Entre sollozos, sin poder dormir, loca de amargura llegó el alba. La luz tenue de la aurora penetraba levemente por su ventana, y desde el reloj de la plaza sonaron seis campanadas. Poco a poco las calles se fueron animando de ruidos. Hombres y animales de carga comenzaban su duro trabajo. Rosa cogió papel y lápiz y escribió una breve nota. Depositó la carta sobre la mesa del comedor y sin hacer ruido abandonó la casa.
Un airecillo suave envolvió su cuerpo. Sus ojos ojerosos, enrojecidos por el prolongado llanto, su cara triste y descompuesta parecieron relajarse al contacto de aquella brisa. Con una mirada ausente, como perdida, contempló el resplandor diáfano del sol naciente, el ancho valle, el trinar de los pájaros que la envolvían por doquier. Varias veces contestó al saludo cortés de los campesinos que se cruzaban en su camino
Andaba de prisa, como un autómata. Sentía contraerse su corazón enfermo, que casi la ahogaba de pena, y mordía sus labios para contener las lágrimas de sus ojos mientras se alejaba del pueblo.
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– ¡Qué desgracia, Dios mío! – sollozaba su tía – .Con lo feliz que estaba entre nosotros. Era un ángel. Siempre tan atenta y tan pendiente de mí. Tan servicial con todos.
Fermín el pastor fue el que lo contempló todo. Contó que la vio caminando por la cima del peñasco que llaman “el Castillo” muy lentamente, hasta acercarse al borde del mismo. Allí levantó los dos brazos, que él creyó que se trataba de un saludo, y que de pronto se lanzó al abismo. No dio ni un solo grito. Él corrió hacia ese lugar y la vio con la cabeza destrozada y empapada en sangre. ¡Fue horrible!
La noticia se había extendido rápidamente por todo el pueblo y una treintena de personas se agolpaban en torno al cadáver de Rosa.
Los cazadores se marcharon todos ese mismo día. Los más animosos se acercaron a verla y dar la condolencia a su tía. Ésta, con los ojos empañados en lágrimas, mantenía apretado en su puño el papel arrugado con la nota de su despedida: “Tía, te quiero mucho, he compartido contigo el mejor tiempo de mi vida. Reza mucho por mi alma y que Dios me perdone”
Este era el epílogo de una de las mil caras que tiene la violencia de género; esas muertes anónimas de las que casi nunca se condena al culpable.