3er Premio: Fernando Robles Páez: ¡Diario de una Nigeriana!

3er Premio de Prosa XIII Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2022

En primer lugar no quiero que esta historia, quizá verídica o no, sirva para tenerme lástima o envidia de aquellos lectores que la lean. Esa no es mi intención; lo único que me mueve es denunciar la forma de vida miserable y a veces inhumana que viven las mujeres de mi país desde el mismo día en que nacen hasta el día en que abandonan la vida

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Hoy solo me quedan recuerdos amargos de mi niñez —¿Niñez, tuve alguna vez niñez?— ¡No, no la conocí! Por lo menos tal y como se supone que es la vida de una niña desde que nace hasta que empieza a sentir como mujer en este continente europeo tan poco apreciado por muchos de sus habitantes y tan envidiado por la mayor parte del continente africano.

—¿Mi nombre? ¡Sí, sí tengo nombre! Me llamo Nmachi, que significa “Belleza de Dios”. Soy nigeriana, de piel brillante y muy negra, sí, muy negra y brillante. No me ofende que me digan que soy negra, salvo si me lo dicen despectivamente. Si tuviera que ofenderme, también se tendrían que ofender los blancos cuando se les llama blancos; los rubios cuando les llaman rubios; los morenos cuando les llaman morenos o los que llevan barba y les llaman barbudos.

Vine a Europa hace doce años con mi madre, —con diez años escasos y mi cuerpo aún no desarrollado— huyendo de la miseria y de los maltratos que ella recibía por parte de mi padre y de la familia de mi propia madre.

Una madrugada del mes de mayo, mi madre se dijo y me dijo: —¡Basta! Nadie nos va a poner la mano encima ¡Nadie, nunca más! Ni nadie nos va a envilecer, ni a mí ni a ti, mi niña.

De aquel que decía: ¡Soy tu padre…! No recuerdo ni una caricia y apenas un par de besos en mi frente. Éramos catorce hermanos, todos del mismo padre y casi cada uno de distinta madre. El sentimiento de soledad que sentía mi madre al ser considerada la última de sus mujeres es indescriptible y… no digamos de mis sentimientos de niña por la falta de cariño de mi padre.

—Me olvidaba, mi madre se llama Folami, que significa “Honor y Respeto”. Sin embargo, qué poco respeto recibió de nadie de su entorno, salvo de mí.
También quiero señalar que pertenecemos a la etnia de Los Hausa-Fulani y nuestra religión es el Islam.

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Aquel mágico día fue el principio de una nueva vida para las dos.

—Nmachi, hija mía, no tardaremos en abandonar este lugar. Tu tío Abayomi, ha prometido ayudarnos, nos dará alimentos y algún dinero. Los sueños de emigrar a Europa se van a cumplir ¡Ya verás qué felices seremos las dos. Pero por favor, Nmachi, ya sabes, es un secreto solamente de las dos, tuyo y mío.

—Sí, mamá, aunque me maten, mi boca no se abrirá jamás ¡Lo juro!

¿Por qué, o a cambio de qué, mi tío Abayomi, al que tanto odiábamos, casi más que a mi padre, nos iba a ayudar? No lo podía saber en aquel entonces. Aún era una niña. Hoy, ya lo sé con seguridad.

Aún no había amanecido cuando mi madre me despertó. En el cielo brillaban más nítidas que nunca las estrellas. Una luna de redonda cara, resplandeciente, nos sonreía invitándonos a tomar el camino hacia la libertad.

Aquella libertad vislumbrada a través de la pantalla de viejos televisores, donde los reportajes sobre la “FANTÁSTICA” Europa, eran casi como un insulto sobre la miseria de mi pueblo. Tanta abundancia, tanto lujo, tantas luces y tan bellos escaparates en los comercios, tenía que ser, forzosamente, el preludio de la plena felicidad y, hacía ella nos dirigíamos las dos.

En aquel entonces mi madre contaba con veintitrés años, y yo, ya lo he dicho antes, con apenas diez años.

—¿La edad del que se suponía era mi padre?—. No la sabía, solo sé que me parecía muy mayor. Yo tenía hermanos de padre que eran bastante más mayores que mi propia madre, o eso aparentaban.

El horror y la desesperación se habían apoderado de Damasak, la aldea donde vivíamos. El fin de semana pasado la muerte sobrevoló por encima de todos sus habitantes dejando centenares de cadáveres. Hombres, niños y mujeres, al parecer, según murmuraciones en voz baja, con miedo, mucho miedo, parecían confirmar que podrían haber sido perpetrados por un grupo yihadista y, según la mayoría, deberían de pertenecer al grupo de Boko Haram.

Los ejércitos de Chad y Nigeria, apoyados por los de Camerún y Níger lograron la retirada de los yihadistas. Aunque no pudieron derrotarlos al esconderse, estos, en el bosque de Sambisa, una reserva natural dos veces mayor que Bélgica y que se considera el último refugio del grupo islamista. Con ellos se llevaron, a la fuerza, a más de cuatrocientas mujeres y niñas. Tanto mi madre como yo, nos libramos de puro milagro, aunque no sé qué hubiera sido mejor, ser secuestrada o vivir de la forma en que vivíamos.

El día era gris, pero a nosotras nos pareció el más luminoso de nuestras vidas. El Aeropuerto Internacional de Maiduguri nos pareció la puerta hacia un nuevo amanecer. Todo quedaba atrás, como el despertar de un mal sueño. Aquel inmenso avión surcaba el cielo por encima de las nubes hacia la anhelada Europa.

A los nueve meses justos de llegar a la ciudad europea más luminosa que jamás mis ojos vieron, mi madre, me dio el regalo de un hermano. Fue entonces cuando comprendí el enorme sacrificio que hizo por mí, por mi futuro, por mi vida… Se entregó a uno de los hombres que más odiábamos las dos, a mi tío Abayomi, a cambio de su ayuda para huir de su hermano, mi padre y su esposo, y dejar la miseria de Damasak.

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¿Cómo era posible que hubieran pasado doce años? Me preguntaba una y otra vez. Ya no concebía otra forma de vida. Habíamos conseguido la libertad y la paz de nuestros corazones. Estaba a punto de casarme con un hombre maravilloso. De otra raza diferente a la mía, sí. De otra religión diferente, también. A ninguno de los dos nos importaba. El amor y la felicidad superaban todos los inconvenientes, pero…la realidad era otra; el avión de la felicidad cruzaba los cielos con dos asientos vacíos.

Abrí los ojos. Era medianoche, una noche muy negra, como debería de ser el infierno, sin estrellas, sin luna. La libertad, la paz, el amor y la felicidad se habían volatizado al despertar de mis sueños. A mi madre, el día anterior, le habían aplicado la Ley Sharia. Ni un solo lamento de piedad salió de su garganta cuando la semi-enterraron hasta casi los senos. No quiso que le taparan los ojos ni la cabeza. La costumbre era que el acusador fuera el que le lanzara la primera piedra y fue mi tío Abayomi el que inició aquel cruel y lento suplicio hasta su muerte. Mi madre tan solo escupió hacia todos sus familiares, especialmente hacia sus padres, mis abuelos maternos y hacia mi padre, los hijos de mi padre y las demás esposas y, sobre todo, hacia mi tío Abayomi, quien la denunció por ser infiel a su esposo con él mismo. Ni un solo grito, ni una súplica, mientras le arrojaban piedras hasta sepultarla totalmente. Tan solo pararon cuando aquel bulto humano, tan inhumanamente martirizado, dejó de moverse.

Hasta el padre de mi madre y la madre de mi madre arrojaron piedras sobre ella, mientras, mi tío Abayomi, sujetaba fuertemente mis débiles brazos impidiéndome arrojarme sobre aquel montón de piedras ensangrentadas.

Aquella mortaja pétrea se tornó de color rojo sangre y, con sangre en mi alma infantil, sin darme cuenta, perdía poco a poco el conocimiento, no sin antes sentir un doloroso nudo en mi pequeño corazón, pues, al despuntar el alba me practicarían la ablación de mi clítoris, tal como exigía aquel desconocido, mucho mayor que mi padre, para desposarse conmigo a cambio de unos pocos bienes materiales.

Admiraba a mi madre, su entereza y orgullo de mujer. Había muerto lapidada por mí, por defender mis órganos genitales de niña-mujer y oponerse a que me mutilaran de por vida como habían hecho con ella a mi misma edad poco antes de casarla con mi padre, un hombre con muchas esposas e hijos y sin ni siquiera saber su nombre.

Me fui desvaneciendo, me fui apagando, mi martirizado corazón dejaba de latir y me fui muriendo en vida; ya nadie iba a disponer de mí, tan solo de un cuerpo que no sentía el dolor porque estaba… muerto.

Un trueno ensordecedor, acompañado de un luminoso rayo, alumbró la noche.

Y la noche se me tragó. Aquella negra noche fue mi mejor amiga, me incitaba, me llamaba susurrándome al oído palabras dulces, fui con ella, me dejé llevar y… me refundí con el alma de mi madre…

© Fernando Robles Páez
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