3er. premio en prosa. Juan Emilio Ríos Vera

3er. premio en prosa. Juan Emilio Ríos Vera.

MEMORIA DE PEZ

Me enrolé en aquel viaje casi a última hora y más por escapar de mi rutina diaria que porque tuviera ganas de aventura o de visitar la capital del Turia, de la que ya había degustado sus excelsos atributos y disfrutado de sus enormes atractivos culturales, gastronómicos, museísticos y literarios, ya que la Cultura en general y la literatura en particular, eran mis mayores pasiones.

El viaje era un híbrido entre periplo eminentemente turístico y de ocio y una oportunidad pintiparada para conectar con escritores de relumbrón y editores proclives a fichar a jóvenes talentos y ya maduros autores como yo que no habían aún conseguido salir del anonimato, más allá de algún elogioso y efusivo comentario en la prensa local y algún piropo por parte de uno de los reputados vates en algún que otro sarao literario de nuestra ciudad de la Bella Bahía.
Me pasé gran parte del recorrido ferroviario leyendo una novela de terror gótico y peleándome con las musas para conseguir domeñar un poema que se me resistía en los últimos versos y que pensaba enviar a un certamen literario que había acariciado con las yemas de los dedos en ediciones anteriores, pero que no conseguía ganar, quedando siempre entre los finalistas con más posibilidades de obtener el ansiado galardón. Así que puse todo mi ahínco en que el resultado del poema fuera óptimo. Así que cuando vine a darme cuenta ya era la hora de tomarme un refrigerio en el vagón restaurante y poco después ya vi las primeras luces de Valencia en el horizonte.

El grupo que conformábamos era variopinto y misceláneo en grado sumo, pues allí nos congregamos no solo algunos prometedores autores, sino también artistas de otros gremios, periodistas que venían a cubrir la información de la visita a tierras levantinas, algún que otro empresario al que le interesaba patrocinar algún que otro proyecto cultural y convertirse en mecenas de alguna lumbrera en ciernes y, cuyo patronazgo además le sirviera para desgravar ante Hacienda algunos gastos de más que su empresa había asumido y que descuadraba la saneada economía patronal. Éramos por tanto un bestiario diverso y heterogéneo, bien avenido y donde se respiraba un sano ambiente de alegría y de apetito cultural inusitado.

Ya pateando las amadas calles valencianas, me perdí yo solo por callejuelas estrechas y amplias plazas, buscando librerías de viejo y salas de exposiciones exóticas y estrafalarias donde visitar muestras vanguardistas y transgresoras. Degusté enormes dosis de refrescos entre los que incluí el agua de Valencia, que me proporcionó momentos de placer inusitados por su frescura y la euforia que desataba en todo mi organismo, siempre ávido de emociones sacadas de lo común.

Lo primero que vi de aquella mujer que me pondría todo manga por hombro en mi vida fue, como en el caso de Gustavo Adolfo Bécquer tras la blanca muchacha que resultó ser un rayo de luna, su bufanda rojiblanca que era la última parte de su figura esbelta y curvilínea que acometía cada esquina de los muchos vericuetos de las callejuelas valencianas. Durante varios minutos estuve persiguiendo como autómata esa estela blanquiroja que precedía mis pasos y parecía, cual faro cegador, guiarme en mi periplo interior por la ciudad de mi admirado Blasco Ibáñez.

Cuando le puse rostro, sonrisa, pechos, curvas y voz a esa bufanda andante, me di cuenta de que me había enamorado perdidamente, como lo hiciera Calisto de Melibea, sin remisión y hasta las últimas consecuencias.

Ella estaba parada en la puerta de un cine donde proyectaban una película que yo llevaba mucho tiempo queriendo ver y que hasta le había proporcionado su veraniego nombre a un grupo gijonés que me entusiasmaba, se trataba del film de Eric Rohmer “Pauline en la playa”. No había nadie más en la fila que esperaba a que abrieran la desvencijada taquilla y me uní a su única moradora, justo detrás de la dichosa bufanda que, incluso, me golpeaba, a veces, la cara cuando soplaban ráfagas de sofocante viento, que despeinaba además mis ya, de por sí, caóticos cabellos. Fuimos, efectivamente, los dos únicos habitantes de aquella proyección matinal intempestiva y a contrapelo. En varias ocasiones la escuché suspirar, reírse y hasta murmurar palabras quedas, solo para sus oídos, desde mi lejana butaca, casi antípoda a la suya, ya que, siempre me gustó ver el cine solo y concentrado totalmente en la obra de arte que tenía delante como un óbolo precioso.

Al salir del vetusto cinematógrafo, la vi adentrarse en una cafetería a la que la seguí y contemplé su cara lozana y luminosa. Armado de un valor que nunca suelo reunir, la abordé en su mesa sin compañía y le espeté sin más dilación una pregunta directa a su línea de flotación:

“¿te gustaría comentar la película que acabamos de ver? Es que tengo muchas dudas que resolver y otras tantas impresiones que compartir?”

“Me apetece, sí”. Fue su lacónica respuesta.

Dos horas tardamos en desmenuzar la cinta francesa y cinco minutos más en decidir que nos iríamos juntos a bebernos la tarde valenciana y quizás también la noche y la madrugada como efectivamente así fue. Incluso haciendo el amor apasionadamente comentamos algunos detalles de la película que nos había marcado a ambos profundamente.

La despedida fue atropellada y torpe, pues ella tenía que ir a trabajar muy temprano y yo tenía que incorporarme al grupo para asistir a la reunión con los autores, libreros, editores y críticos que era el verdadero leit motiv de mi viaje a Valencia. Con un beso en los labios aún trémulos nos prometimos reencontrarnos el siguiente fin de semana en la puerta del mismo cine que había unido nuestros destinos.

La cita con los prohombres y promujeres del libro fue productiva, pero soporífera por momentos y cuasi maratoniana, dejándome una sensación de cansancio y fatiga que palié con el mejor de los remedios: mi socorrida agua de Valencia.
Pasé la mayor parte del periplo de vuelta durmiendo o dormitando mientras recreaba en mi mente agitada los momentos más memorables de aquel afortunado encuentro con aquella chica a la que, por cierto, me daba cuenta ahora, no le había preguntado su nombre ni yo le había confesado el mío. Así que la llamé Pauline como la protagonista de la película que nos había entrelazado entre las sábanas. Eso sí había descubierto el nombre secreto de su piel, se sus pechos, de su espalda abierta a mis caricias, de sus manos y de cada centímetro de la geografía gozosa de su bellísimo cuerpo.

Ya en la estación de tren comencé a sentir los primeros síntomas del ictus que se me avecinaba: experimenté nauseas, un persistente mareo, sudores fríos y confusión mental y lo único que recordaba en aquellos instantes críticos fue que venía de viaje en AVE, pero en mi mente se había borrado de un plumazo el encuentro con Pauline y todos aquellos detalles con los que me regodeaba mientras venía en el tren y que no recuperé hasta muchos meses después.

En aquel fatídico instante, todo mi mundo se me cayó al frío suelo y cuando desperté en una aséptica cama de hospital, supe que la mitad derecha de mi cuerpo se me había vuelto en contra y se había declarado en huelga general de movimientos y, sobre todo, de pensamientos.

Era ahora medio hombre que luchaba por recuperar su otra mitad que había sido devorada por un pez descomunal que se había tragado mi memoria más reciente.

Entonces recordé que el vocablo “ictus” siempre me había llamado mucho la atención cuando estudiaba Latín y Literatura clásica, porque, en la antigua Roma, los cristianos, para ocultar su sentimentalidad, habían adoptado la figura de un pez como icono alternativo a la cruz precisamente porque ICTUS era el acrónimo perfecto para denominar a Jesucristo por aquello de que la palabra “pez” en latín contenía todas las letras necesarias para escribir y pronunciar el nombre de nuestro señor.

Pauline, la película y Pauline, la chica, la flamante novia que había conocido en Valencia habían desaparecido de mi mente asolada por el vacío, el olvido y la nada.

Así que, por supuesto, no acudí a la cita del siguiente fin de semana, puesto que en mi mente no había quedado recuerdo alguno de aquel viaje tan placentero a la ciudad del Turia.

Más tarde supe que Anais, que era el verdadero nombre de Pauline, se quedó más de dos horas, esperándome en la puerta del cine a que yo apareciera, mirando constantemente el reloj y escudriñando cada vericueto a un lado y a otro de la calle de forma compulsiva. No nos habíamos intercambiado los números de teléfono ni siquiera nos habíamos dicho nuestros nombres. Así que todo fue muy difícil para ella. Mientras, yo intentaba combatir al escualo que se había adueñado de mis recuerdos más recientes y me había dejado, nunca mejor dicho, memoria de pez, pues no recordaba detalle alguno de los últimos meses de mi vida.

Ella, tras el plantón inesperado, comenzó a pensar que nuestro encuentro había sido para mí una simple conquista de fin de semana y que tras regresar a mi ciudad me había olvidado por completo de aquel afortunado encuentro y había puesto en práctica el famoso dicho popular de “si te he visto no me acuerdo”. Así que, durante los primeros días después de la frustrada cita, Anais se dejó llevar por la ira y por el despecho y decidió olvidarse de mí por completo, pero, con el paso de los días, la nube de la rabia fue pasando y en su mente volvieron a surgir preguntas sin respuestas, lo que la llevó a retomar las pesquisas para dar conmigo y escuchar de mi propia voz que su historia era para mí un simple flirteo sin la menor importancia.

Yo, en el hospital, pasaba el tiempo con mis distracciones favoritas: la lectura, la escritura de poemas y de ese dichoso poema que no conseguía terminar y que seguía esperándome en mi cuaderno a medio hacer, la preparación de una futura novela, la audición de mis discos favoritos a través de las plataformas de Internet y, como no, el fútbol, pues no solía perderme partido alguno de mi Atleti. Ese día jugaba contra el Valencia y cuando vi ondear el viento del estadio Metropolitano las banderas rojiblancas, un estímulo eléctrico sacudió todo mi organismo. Lo atribuí, en primer lugar, a mi pasión por aquellos colores y a la emoción de volver a ver un partido del equipo de mis desvelos, pero pronto comprendí que había algo más profundo que mi cerebro captaba cuando veía esos trapos de tela bailar al compás del viento. Ese chispazo en mi mente me puso alerta de que había algún mensaje oculto que mi mente excitada quería recuperar y no podía. Así que, abstrayéndome del devenir del encuentro futbolístico, comencé a concentrarme en intentar rememorar a qué me recordaba esa bandera rojiblanca que hacía que todo mi organismo sintiera correr la electricidad desde mis pies hasta mi cabeza. Entonces, vi en el cuello de uno de los aficionados colchoneros una bufanda que se dejaba mecer por la brisa y que trazaba arabescos en el aire. Entonces me acordé de aquella otra bufanda que yo había perseguido por las calles de Valencia como si fuera un niño siguiendo al flautista de Hamelin.
Hice de inmediato una serie de llamadas telefónicas que me informaron de mi reciente viaje a la capital levantina, del motivo de la misma y de que, durante gran parte del viaje, había deambulado en solitario por el corazón de Valencia sin compañía de otros integrantes de la delegación literaria que conformábamos aquella visita cultural de intelectuales de nuestra comarca a la feria del libro de la ciudad de Blasco Ibáñez.

Fui atando cabos y, poco a poco, fui reconstruyendo mis recuerdos arrebatados por el fatídico ictus, pero sin conseguir completar el puzzle roto que tenía en mi mente. Entonces una canción oída en la radio, lo cambió todo. Escuchaba uno de mis programas favoritos, “Músicas posibles” de Radio 3 cuando la cálida y sensual voz de Lara López, la directora del programa, anunció la nueva canción de un grupo gijonés de nombre Pauline en la playa, su título “Yo podría ser John Wayne”. También explicaba muy detalladamente, mi querida locutora, que ese nombre provenía de una película de Eric Rohmer del mismo nombre y entonces, como un flash, en un fotograma que apareció de repente vi nítida y diáfana, con los ojos de mi mente enferma, el rostro bellísimo y alegre de Pauline, de mi Pauline de Valencia, de aquella chica que me había insuflado un aire nuevo a mi vida y que, sin embargo, había sido tachado de mi recuerdo por el poder de destrucción del despiadado ictus que había dejado en blanco esa preciosa página de mi vida reciente.
Entonces recordé de nuevo el nombre de su piel, de sus turgentes pechos, de sus piernas bien torneadas, de sus labios carnosos, de su espalda abierta a mis caricias y supe que había vencido a la enfermedad y al olvido.

No me fue fácil ponerle nombre a ese rostro anhelado, pero, con la ayuda de mis amigos valencianos, sobre todo de Isabel, contacté por teléfono con el propietario del cine que había unido nuestros destinos que, rápidamente, me proporcionó el número de móvil de la señorita Anais Casademunt.

Cuando, con dedos temblorosos, marqué esa caótica sucesión de dígitos y esperé unos segundos, pude oír por fin la mojada voz de Pauline al otro lado de la línea telefónica. Cuando me presenté tuve que aguantar estoicamente sus quejas y hasta sus insultos, pero cuando pude explicarle la razón de mi ausencia a nuestra cita, el tono de su voz cambió y pasó de la hiel a la miel en pocos minutos. ¡Qué alegría volver a oír esa voz templada y dulce!

Hoy estamos Anais y yo en el estadio de Mestalla, presenciando el partido de la segunda vuelta del torneo de liga entre el Valencia y el Atlético de Madrid. Ella jalea a su Valencia y yo animo con vehemencia a los pupilos del Cholo Simeone.
Los dos llevamos una bufanda rojiblanca al cuello. La mía con el escudo del oso y del madroño, la suya, completamente lisa, a veces, me golpea en la cara cuando la hace bailar la suave brisa que refresca el caldeado ambiente.

¡Cuántas películas hemos visto desde entonces y cuántos partidos de fútbol! Ojalá queden miles todavía por ver abrazados en el sofá de su casa o de la mía.

Exordio realizado por el profesor Alberto Requena al tercer premio de narrativa obtenido por Juan Emilio Ríos Vera.

“MEMORIA DE PEZ”

El texto presenta una historia de amor con tintes culturales y un enfoque introspectivo, mezclando elementos literarios, cinematográficos y deportivos. Aunque el recurso del olvido tras una enfermedad es un tema tratado en literatura, está bien ejecutado y logra un enfoque personal.

La narración es fluida y mantiene el interés, pero hay momentos en los que el exceso de información o el uso de frases largas y subordinadas dificultan la lectura. El estilo está cuidado, con un uso rico del lenguaje. Las descripciones son evocadoras, especialmente en los pasajes que tratan sobre la mujer misteriosa (Pauline) y los paisajes urbanos de Valencia. El protagonista está bien desarrollado, y su relación con Anais (Pauline) tiene un trasfondo emocional convincente. Sin embargo, algunos personajes secundarios quedan esbozados sin profundizar, lo que podría enriquecer la diversidad del grupo que se menciona en el viaje.

El texto logra transmitir emociones profundas, desde la euforia del amor hasta la angustia del olvido provocado por el ictus. El contraste entre la conexión con Pauline y la lucha interna del protagonista añade una capa de sensibilidad que enriquece la obra. La estructura es lineal con algunos saltos temporales para profundizar en la historia del protagonista. El vocabulario es amplio y variado, con un estilo que recuerda a la prosa literaria clásica.

«Memoria de pez» es una obra sólida que combina amor, cultura y superación personal con un estilo cuidado y emotivo. El resultado general es cautivador y profundamente humano.