2º Premio Narrativa 2024: Iván Parro Fernández

2º Premio de Prosa XV Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2024
Iván Parro Fernández

La Leyenda De Los Supervivientes

“El trabajo os hará libres”. Así rezaba la inscripción que saludaba irónicamente a todos los que llegaban a ese lugar maldito, inhumano e infrahumano como fue Auschwitz. Al menos es lo que yo siento ahora después de haber pasado allí el peor año y medio de toda mi vida. Y sí, aunque fui uno de los afortunados que se salvó, lo cierto es que a veces pienso si no hubiese sido mejor acabar mis días allí al igual que lo hicieron mis amigos Joseph, Levi, María o Salomé.

Estar en Auschwitz fue como vivir en el infierno, pero hacerlo después de Auschwitz es otro infierno mucho peor. Lo sabe bien mi abnegada mujer a la que despierto una noche sí y otra también con mis alaridos, mis sofocos, mis pesadillas en los barracones. Lo saben también mis hijos, a los cuales a veces cuento algunas de mis historias (bueno, las suelo endulzar un poco la verdad) para que sepan y tengan conciencia de lo que su padre vivió y sufrió en sus propias carnes en aquel lugar de ingrato recuerdo para muchos de nosotros. Lo saben bien también mis amigos, que aún siguen sin entender que me asuste mucho cuando veo fuego o me comporte como un loco cuando oigo el ladrido de un perro. Muchas cosas me siguen asustando cuarenta años después.

Pero quizá quien mejor sepa cómo me siento y me encuentro es mi gran amigo Johan, otro liberado como yo, otro afortunado del destino, otro elegido para la historia, quien con mucha más voluntad, con mucha fuerza y tesón que todavía hoy sigo admirando, estudió y logró licenciarse en Psicología diez años después del rescate del campo. A veces la vida nos pone en el camino a personas excepcionales, y Johan es sin duda una de ellas. Lo conocí en Auschwitz trabajando en la lavandería. No, no se crean que era algo fácil y cómodo, pues cuando veíamos las manchas de sangre en las camisas de los oficiales nazis un tremendo escalofrío recorría nuestros cuerpos débiles y agotados. Y les aseguro que había bastantes a lo largo de la semana. Sabíamos perfectamente qué significaba aquello pero si queríamos seguir viviendo y contar con todas nuestras posibilidades de sobrevivir, teníamos que darle muy fuerte al jabón para hacer desaparecer la mancha del todo. Luego venía otra. Y luego otra. Y así hasta que sonaba la sirena que anunciaba el fin de nuestra jornada. A veces se nos quedaban en las manos restos de sangre, y corríamos como locos al grifo para quitárnoslas lo antes posible, pero si ese trago era malo lo peor venía cuando nos tocaba quitar las estrellas amarillas de los trajes a rayas. Alguien más que había caído. Un conocido, un amigo, un padre, un hermano, un abuelo, un sobrino, un tío, un barbero, un peluquero, un tendero, un librero, en definitiva, alguien especial para alguien que dejó este mundo de la peor de las maneras posibles. Si me pongo a pensar ahora en ese largo año y medio lo cierto es que quité tantas estrellas que perdí la cuenta a los seis meses. Me queda el consuelo de pensar que todas esas estrellas brillan ahora con fuerza y ganas en el cielo.

¡Qué duro era todo aquello! ¡Qué difícil era la vida en un sitio así! Pero cuando conocí a Johan todo empezó a cambiar de forma progresiva. Él me ayudó a ver el campo con otros ojos, no como aquel lugar maldito, oscuro y lleno de muerte que se presentaba ante mis ojos sino como el lugar donde vivir las mayores y mejores aventuras posibles. Y como dos niños traviesos a pesar de nuestra edad nos empezamos a tomar la estancia en Auschwitz como una inocentada permanente. La de travesuras que hicimos, la de gamberradas que pudimos llevar a cabo entre aquellas alambradas, y es que Johan, aparte de ser el mejor de mis amigos del campo, era la persona más creativa y más original que había conocido nunca.

Recuerdo con claridad aquella vez que nos encargaron la tarea de limpiar y sacar brillo una de las gorras de los oficiales de las SS del campo. A mi amigo no se le ocurrió otra cosa más que coger un poco de cal blanca que había por el almacén y pintar con cuidado los dientes de la calavera que la gorra tiene puesta en el frontal. ¡Cómo se quedaría su dueño cuando lo viera! Pero eso no fue todo porque otro día nos trajeron unas cuantas botas de soldados para limpiar. Venían todas llenitas de barro y de mugre, ¿dónde habrían estado? Las limpiamos, claro, era lo que teníamos que hacer, pero también por un tremendo descuido (vamos a llamarlo así) hicimos un agujero en la suela de las botas que apenas de notaba. No lo vimos, pero seguro que los soldados pasaron algo más de frío extra en los pies los días posteriores. Pero el mejor día sin duda fue a mediados de febrero cuando lavábamos las camisas blancas de los oficiales con lejía para que blanquearan bien. No sabemos ni por dónde ni cómo se cayó tinte de color rosa en el barril donde reposaban las camisas. Aunque rápidamente conseguimos sacarlas y ponerlas en otro lugar lo cierto es que ya estaban manchadas. Y de rosita nada menos… Habría que ver a todos los oficiales, aunque no se notaba demasiado con la chaqueta gris de galones puesta, la imagen y las sensaciones de cada uno frente al espejo… Todo un cuadro, la verdad. O quizá no. Nunca lo supimos. Lo que tenemos claro y sabemos es que muchos sentirían enfado, rabia, inquietud o desazón, pero no podían decir(nos) nada pues siempre teníamos la respuesta preparada de antemano cuando si hubiesen venido a interrogarnos. Nunca nos castigaron. Nunca pudieron hacer nada con nosotros. Nunca jamás recibimos castigo ni reprimenda ninguna de ellos. Sabían a qué se atenían en caso de hacerlo. Y nosotros, a pesar de todo, siempre cagados de miedo por lo que podían hacernos. Las de perder eran siempre nuestras pero algo nos libró de una muerte segura.

La lavandería era nuestro campo de juegos donde dábamos rienda suelta a un sinfín de pensamientos, sentimientos y emociones variadas ante la vida, la nuestra propia, la de la gente del campo y la vida que sabíamos había más allá de los muros. Allí cada día teníamos un ritual para recordar a todos los que ya no estaban, los que ya murieron, y era lanzar un puñado de detergente (o lo que fuese eso que nos daban para limpiar) en el agua de la colada. Como no podíamos lanzar tierra pues al menos el gesto de echar algo sí que podíamos hacerlo. Y con ello se fueron miles de compañeros conocidos, otros desconocidos, niños, ancianos, mujeres, profesores, médicos, fruteros, relojeros, panaderos, arquitectos, camareros, artistas, un sinfín de gente que recordábamos cada 27 de enero (el día de nuestra liberación) cuando nos dirigíamos junto a nuestras familias al Parque de la Paz, cogíamos todos un puñado de tierra y la lanzábamos al aire para que volviera a ella en memoria y recuerdo de todos y de cada uno de los asesinados y de los muertos en Auschwitz y en los otros campos de concentración.

Johan era (y todavía lo es) un ser muy especial. Recuerdo aquel día en el que trajo un palo del barracón y dijo: – Voy a hacer una flauta para animarnos con algo de música esta fría mañana.

Al principio pensé que no podía ser cierto, que era imposible que aquello pudiera sonar pero transcurridas un par de horas, mientras tendía algunos trajes de rayas, escuché un extraño sonido que no provenía de las máquinas ni tampoco de la lluvia, era un sonido como de flauta ¡Sí, lo había conseguido! ¡Fue capaz de hacerlo! Johan era como un mago de las maderas que podía convertir cualquier palo en un instrumento musical. Le recuerdo sonriente tocando su flauta, moviéndose incluso al son de las notas, hasta que de repente la puerta de la lavandería se abrió con un fuerte estruendo y gritaron:

—¿Qué ruido es ese? ¿Qué tenéis ahí?

Rápidamente Johan intentó esconder la flauta pero con tan mala suerte que se cayó al suelo. El bárbaro oficial nazi la recogió y usando sus dos manos la rompió emitiendo una maléfica sonrisa. Dio media vuelta y exclamó enérgicamente un ¡A trabajar! que nos dejó acongojados durante bastante tiempo.

Mi amigo Johan no era de los que se rendían o se sometían tan fácilmente. Pronto pudo conseguir otro palo para fabricar otra flauta, aunque esta vez acordamos que sólo la haríamos sonar cuando se pudiera. Aunque fueron muy pocas las veces que luego la escuchamos lo cierto es que cuando lo hicimos nuestros oídos disfrutaron muchísimo de aquellas melodías inventadas e improvisadas llegando a engrandecer y elevar nuestra alma hasta límites insospechados, fuera del campo, lejos de todo lo malo que había allí, en un remanso de paz y de libertad que nos parecía el mejor soplo de vida hasta el momento. Algunas veces incluso llegué a acompañarle tocando con la mano uno de los barriles o haciendo sonar una de las cazuelas de metal o lo que tuviera en ese momento más a mano para hacer la percusión y así pasábamos un rato muy entretenido olvidando el por qué y el para qué nos encontrábamos allí.

Tras la ansiada liberación de Auschwitz y la vuelta a la vida normal una tarde de invierno quedé a tomar un café con Johan en nuestra cafetería favorita de la ciudad, el Café Libertad. La verdad es que lo llevaba pensando y meditando bastante tiempo y tenía que proponérselo. Entre sorbo y sorbo hablamos de la familia, de nuestros nuevos trabajos y de cómo estábamos llevando las noches de insomnio y de pesadillas. Él me dijo que hacía lo que podía como yo. Pocas pastillas sirven para aliviar el dolor cuando este es tan intenso y profundo. Me anunció que iba a estudiar Psicología en la Universidad Central Sigmund Freud para entender mejor qué le pasaba (nos pasaba) y poder poner así remedio. Yo abrí una librería meses después: Librería Nueva Vida, en parte el nombre surgió porque los libros fueron un gran apoyo para mí después de todo. Sus historias y sus personajes me abrieron la mente para sobrellevar el impacto del paso por el campo más horrible de todos. Me dieron una nueva vida, y por eso quise que mi primer negocio también se llamase así.

Y llegó el momento. Nervioso le dije que tenía que proponerle algo nuevo, diferente, distinto, genial. Con toda su atención en mis palabras y gestos me levanté y exclamé con las manos en alto:

– ¡Hagamos un grupo de música! Ya teníamos algo de experiencia (a nuestra manera) de nuestras mañanas en la lavandería de Auschwitz, y yo quería más, necesitaba más, ansiaba aprender a tocar un instrumento y poder así liberarme, expresarme a través de la música como lo hacíamos en el campo. La escritura no era mi fuerte la verdad, pero sentía que la música sí que podría serlo. Johan se quedó pensativo por un instante. No me dijo nada, tan sólo que lo iba a pensar y que pronto me daría una respuesta. Aquella misma noche, mientras hincaba el diente a un estupendo pescado al horno, sonó el teléfono. Magda, mi querida mujer, lo cogió.

—Sí, un momento. Ahora se pone.

—Cielo, es para ti. Es Johan.

Me asusté bastante porque pensaba que había ocurrido algo malo.

—¿Sí? ¡Hola, Johan! Dime, ¿qué pasa?

—Nada malo, amigo mío. Que sí, que adelante con el grupo de música.

Mi rostro se tornó en felicidad absoluta. Colgué agradeciendo a Johan su llamada emplazándole a vernos pronto. Me puse a dar brincos como un loco. Magda no entendía nada. Los peques tampoco y me miraban embobados sin saber qué hacer ni qué decir. Yo creo que tampoco lo entendía del todo y me dejé llevar por la situación. Luego, mucho más tranquilo, se lo expliqué todo a Magda. Llorando me dijo que le parecía algo precioso y que me apoyaría. Ya eso me tranquilizó muchísimo.

El tiempo pasó muy deprisa sin poder siquiera asimilarlo como se merecía. Pusimos un anuncio en el periódico solicitando músicos y cantantes. Realizamos las pruebas en una semana. Quince días después ya teníamos todo listo: el local de ensayo, los instrumentos, los vocalistas, las ganas, las fuerzas y la ilusión con la que comenzamos ese nuevo proyecto. Pero aún nos faltaba un pequeño gran detalle: el nombre. Sabíamos que el nombre de un grupo musical era algo muy importante. Por eso te recordarían tus fans. En aquel tiempo pegaban mucho un grupo que se llamaban Los Beatles con sus greñas y sus animadas canciones con mensaje.

Juntamos al grupo e hicimos una lluvia de ideas (aunque más que lluvia fue tormenta imprevista) para encontrar el mejor nombre para nuestro grupo. La falta de inspiración se hizo presente. Éramos buenos componiendo letras pero para dar con un buen nombre que pegase, eso era otra historia la verdad.

—Los chicos de la flauta.

—Los robacorazones.

—La pandilla melodía.

—¡Basta! ¡Lo tengo! Se me ha ocurrido un nombre que combina dos cosas a la vez: nuestro propio origen y nuestro presente: Los supervivientes. Sobrevivimos juntos a Auschwitz y vamos a sobrevivir ahora también en este tiempo, en este mercado de la música tan complicado y en este lugar donde ya hemos echado raíces. ¿Qué os parece?

—A mí sí que me gusta. Puede pegar.

—¡Yo también voto por ese nombre! Es rompedor y nos representa.

Y, bueno, la verdad es que rompimos de verdad. Tuvimos bastante éxito. Nuestras canciones gustaron. Hablaban de la vida, de la libertad, de sueños por cumplir, de aquello que Johan y yo nos dejamos en la lavandería de Auschwitz, de amigos, de regresos y de partidas pero también de esperanza, de futuro, de ilusiones. Sacamos un disco con mucho esfuerzo, uno sólo, pero para nosotros representó el mayor triunfo y la mayor de las victorias. No nos pudieron callar. No nos silenciaron. No pudieron con nosotros. No nos mataron.

—Abuelo, abuelo, ¡que te quedas ahí embobado!

—Sí, nieto mío, perdona. Ya sabes que cuando me pongo a pensar en estas cosas me invade un poco la melancolía. Oye, Hans, ¿qué te parece si cantamos aquella de “En libertad/ quiero vivir/ sin trabajar/ ni madrugar/ sin órdenes recibir…”

Y así fue como mi abuelo me contó cómo nacieron “Los supervivientes”. Realmente lo fueron (en todos los sentidos). Le recuerdo mucho, sobre todo cada 27 de enero cuando vamos al parque para continuar con aquel ritual de la memoria. Gracias, abuelo, allí donde estés, por tu vida y tu gran legado. Dale también las gracias a Johan. Os imagino con vuestras flautas de madera tocando una hermosa melodía caminando juntos más allá de las estrellas…