2º Premio Narrativa 2023: Elisabetta Bagli

Elisabetta Bagli, escritora
Elisabetta Bagli, escritora
2º Premio de Prosa XIV Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2023
Elisabetta Bagli

Las Ramas Secas

“Mi nueva vida me da miedo. No entiendo como he acabado así, pero el caso es que soy incapaz de afrontarla… quizá es que no quiero afrontarla… a lo mejor si no hago nada las cosas se arreglan solas… espero…”

Marina siempre había pensado así. No era capaz de hacer frente a las situaciones de su vida y a menudo tiraba hacia adelante por inercia. Pero desde que estaba en Madrid estos pensamientos le atenazaban. No conseguía vivir serenamente. Se había quedado sin las pequeñas seguridades que Roma, su ciudad, le ofrecía. Hacía apenas dos años se había trasladado a la capital española junto a su hija de diez años, y su vida, que ya en Roma era poco agradable, había tomado en Madrid un rumbo totalmente inesperado. En lugar de mejorar, de encontrar esa tranquilidad, también en lo económico, que tanto anhelaba, su vida se estaba yendo a pique. Tenía grandes responsabilidades laborales, familiares y hacia sí misma. Creía no ser lo suficientemente fuerte para estar a la altura de todas ellas. Por eso se había entregado al trabajo, por eso se había convertido en una especie de mula de carga en el complejo engranaje del Ministerio de Asuntos Exteriores. Por eso era admirada, temida y respetada, tanto que cada vez se le encomendaban asuntos más importantes y complejos, lo que a su vez elevaba su autoestima y su remuneración.

Desde hacía varios años, entregada al trabajo, había perdido de vista su vida familiar. Su marido y su hija Daniela, nacida cuando Marina era aún muy joven, eran como adornos que embellecían su vida, y que formaban un mero telón de fondo. Eran como dos lunas que rotaban en torno a un planeta: distantes, aunque vinculados por una fuerza que no les permitía desaparecer completamente. Eran personajes que se quedaban a la orilla del río, sin posibilidad de sumergirse en las aguas de Marina, obedeciendo la ley que ella se había autoimpuesto: el trabajo por encima de cualquier cosa.
Su marido había resistido algunos años pensando en la pequeña Daniela. Pero llegó un punto en que los gestos, las miradas, las palabras de todos en la familia eran ya sólo un ejercicio de desamor. Marina y Angelo pasaron años sin mantener relaciones sexuales. Todo había empezado con una serie de pequeñas batallas domésticas que parecía durarían poco tiempo. Pero el tiempo pasó y pasó, y cada vez tenían menos deseo de contacto íntimo entre ellos. Es más, solo pensarlo les fastidiaba.

Comenzaron también a reducir el tiempo de conversación. Hablaban estrictamente lo necesario y, puntualmente, cada vez que lo hacían terminaban peleándose. Su marido la ponía ante el espejo de su conducta, pero Marina no tenía ninguna intención de ver su imagen reflejada. Se conocía perfectamente y no tenía tiempo que perder con esas tonterías que él se inventaba sólo para hacerle daño. Angelo le recordaba que Daniela estaba creciendo, ya tenía casi ocho años. No necesitaba tatas ni abuelas, necesitaba una madre que le prestase atención, para aprender a vivir, quizá para poder madurar juntas. Pero Marina no quería escuchar. ¿Precisamente él que se dedicaba al arte sin ganar un duro, que se gastaba todo el dinero que su mujer le daba para que pudiese dedicarse a la escultura, precisamente él que no había hecho nada en la vida más que mendigar dinero y amor, precisamente él la criticaba? Y además lo hacía con el típico aire de victimismo, el único que iba con su rostro, ya descarnado y envejecido. ¿Pero es que no veía que ella se esforzaba, trabajando de sol a sol por ellos, para que no le faltase nada a su familia, a su Daniela? Angelo repetía eso de que un beso, una caricia, una palabra de consuelo cuando su hija creía ir mal en el colegio, o en clase de danza, motivo por el que a veces escupía sangre, habrían hecho mucho más que más euros en la cuenta corriente. A partir de ahí se desencadenaban encendidas peleas a las que Daniela asistía con los ojos húmedos y en silencio. Las peleas eran el único contacto de Marina con Angelo, y en aquellos momentos intensos y a menudo absurdos, marido y mujer se faltaban mutuamente al respeto, arrojando su matrimonio a un pozo negro en el que no había ni cubo ni cadena para traerlo a la superficie.

Daniela, sin embargo, necesitaba ayuda y la pedía de modo inusual. Sufría fortísimas crisis de llanto que la consumían hasta el punto de que, en ocasiones, terminaba perdiendo el conocimiento. La causa de tales episodios era que no soportaba sentirse inferior a los demás. Si en el colegio sacaba menos de sobresaliente, o si se equivocaba en un paso de ballet, podía tener un nuevo episodio de llanto convulsivo. Quería ser perfecta. Quería sentirse halagada por su madre, al menos una vez en su vida. Todo el mundo le felicitaba por sus logros, todo el mundo menos su madre, que parecía pensar que tenía que alcanzar la excelencia por obligación. Daniela pensaba que para su madre ella no era lo bastante buena, no era perfecta como Marina. Por eso la niña se esforzaba. Esperaba que un día, tarde o temprano, su madre cambiase y con una caricia le dijese: “Sei bravissima, amore mio!”.

Angelo, una vez obtuvo un cierto reconocimiento en el mundo del arte, decidió romper su matrimonio y marcharse de casa. No podía seguir así. Lo sentía por su hija, pero educar a una niña no era exactamente lo que necesitaba para aprovechar el buen momento que la vida parecía ofrecerle. No podía llevarse a Daniela con quien, en realidad, no se había casi relacionado. La quería, sí, pero a su modo. Le preocupaba que la niña no recibiese atención de su madre, aunque el primero en no ocuparse de ella era precisamente él. En realidad la pequeña había sido criada por la abuela, la madre de Marina, que vivía en el quinto piso, uno más arriba del suyo, en el que pasaba tardes enteras con su nieta, ayudándole a hacer los deberes y preparándole sus comidas preferidas. A veces, cuando la abuela no podía estar con ella, venía Irina, la tata. Daniela estaba sola.

A Marina le dolió mucho separarse de Angelo. Se sintió decepcionada, humillada, herida. Ella había dado tanto, al principio incluso amor. Después, todo se había desvanecido, y no solo por culpa suya, como se va el olor de aceite quemado al abrir la ventana de la cocina, sin dejar huellas visibles. Pero la suciedad pegajosa que queda es difícil de quitar, sobre todo si se ha incrustado en las paredes del alma. Aconsejada por su madre, decidió abandonar Roma. Marina tenía grandes planes para Daniela, por lo que solicitó un traslado a Suiza. La niña iría a un buen colegio, conocería “la alta sociedad”, y tendría todas las oportundades que la vida no le había dado a su madre. Suiza le parecía un ancla que convenía echar para parar la deriva de su vida, para después poder enderezar la trayectoria, la suya y la de su hija.

Daniela se adaptó perfectamente al ambiente helvético. Era brillante en el colegio, había hecho buenas amistades y le gustaba mucho la nueva liberad de ir en bicicleta sola al colegio y a clase de danza. Su rostro se mostraba más tranquilo. No era feliz, pero estaba serena. También Marina parecía haber renacido. Irina había venido con ellas y las vigilaba y cuidaba conforme a las precripciones de la abuela.

Un día llamaron de Italia. El padre de Marina había muerto, y había que regresar a casa. Daniela, que había encontrado un lugar donde encajaba, no quería volver definitivamente a Roma. Discutió amargamente con su madre, pero todo fue inútil. Marina ya había tomado una decisión y, “para ayudar a la familia”, hubieron de abandonar lo que habían construido en aquellos pocos meses.
El regreso a Roma fue traumático. Las hijas del difunto estaban todas pendientes de la madre viuda, que no conseguía superar la pérdida del marido. Poco a poco retomaron las viejas relaciones y su vida continuó sin sobresaltos. Pero Daniela incubaba sentimientos contradictorios hacia su madre. No podía evitar sentir a la vez amor y odio por aquella persona que la había traído al mundo, que decidía sobre su vida, desestabilizándola cuando lo consideraba oportuno.

Al poco de volver a Italia, Marina conoció a Valerio, un hombre maduro, un señor apuesto y simpático, coronel del ejército. La trataba con mucha delicadeza, y Marina se sorprendió a sí misma aceptando enseguida toda clase de invitaciones y atenciones. En pocos días surgió una bella amistad que en breve se transformó en algo serio y profundo. Pronto decidieron casarse, pero antes tenían que decírselo a Daniela, y querían hacerlo juntos. La niña aceptó a Valerio porque no tenía otra opción. Esperaba casi inconscientemente que si su madre era feliz, algo de esa felicidad podría alcanzarle también a ella. No había pensado que su madre era aún joven y que podría querer tener un hijo con Valerio. Y al cabo de no mucho tiempo recibió la noticia de que Marina estaba otra vez embarazada.

A los diez años Daniela iba a tener una hermana. Era aparentemente feliz, pero el odio sordo que sentía hacia su madre, su hermana y su padrastro crecía a medida que lo hacía el vientre materno. Su antagonista ya no era sólo el trabajo de su madre. Ahora toda la casa estaba en su contra. Se había vuelto irascibile. ¿Para qué estudiar y sacar buenas notas si luego su madre no le hacía caso? ¿Por quién hacía todo eso? ¿Por ella misma, tal y como se repetía a menudo? Años después, en plena adolescencia, llegó a la conclusión de que su hermana Chiara era la reina de la casa, la niña mimada por todos, incluso por su abuela que la había convertido en su protegida, compensando así en parte la ausencia de su marido.

Daniela se convirtió en una chica problemática. Ya no quería estudiar, fumaba de todo en compañía de sus amigas y pasaba de un chico a otro, alguno de los cuales era bastante mayor que ella. Hasta que un día, a los catorce años, decidió escaparse de casa para pasar la noche con un amigo.

Marina se desesperó. Pidió ayuda a todo el que pudo, pero sobre todo a Valerio, que, sin embargo, no se la prestó. Estaba ocupado con su trabajo, con su carrera, con la pequeña Chiara, y no tenía tiempo de correr en pos de Daniela. Su actitud parecía decir: “Tiene un padre, no? Pues que sea él quien vaya a sacar a la puta de su hija del agujero en que se ha metido”.

¡No! Esos pensamientos hicieron que Marina explotase. Su hija era una buena chica, educada para ser alguien en la vida y no iba a permitir que nadie la tratase como a una cualquiera. Descubrió, a través de una amiga de Daniela, el lugar donde ésta se escondía y esa misma noche se presentó en casa del caradura que la había seducido. Daniela, al ver a su madre, se echó a llorar y no se resistió a volver con ella. La niña tenía un aspecto lamentable, con sus cabellos sucios, el rimmel corrido, la ropa descuidada y mal puesta. Marina habló de denunciar al chico por abusar de una menor. Pero Daniela le suplicó que no lo hiciese. Iba a volver a casa, para cambiar de vida.

Pasado un período de cierta calma las discusiones entre Valerio y Marina comenzaron a ser cada vez más frecuentes y violentas. Daniela a veces intentaba proteger a su hermana Chiara. Ella, la mayor, había pasado por aquello con suo padre, y no quería que la pequeña sufriese del mismo modo.

Daniela terminó la enseñanza secundaria y llegó el momento de tomar una decisión acerca de la Universidad, pero no sentía el deseo de ir. Quería ponerse a trabajar, lo que dio paso a un nuevo período de enfrentamientos entre madre e hija. En realidad, Daniela había incubado durante años un odio subterráneo hacia su madre y quería hacerle pagar por su profunda infelicidad. El modo de hacerlo era decidir sobre su propia vida contrariamente a los deseos de Marina.

Marina, decepcionada y harta de su relación con Valerio, decidió solicitar un nuevo traslado para ganar más y, sobre todo, para intentar escapar de sus problemas sin resolver. El nuevo destino era Madrid.

Chiara se iba con ella. Quería que lo hiciese también Daniela. Pero su hija mayor, ya con dieciocho años cumplidos se plantó y proclamó que ahora tomaba sus propias decisiones. Ni se iba a Madrid con su madre y con su hermana, ni iba a estudiar en la Universidad, ni iba a vivir en casa de su abuela, sino en la del chico guaperas que cuatro años atrás su madre había pensado en denunciar. Marina, asqueada, dejó de nuevo Roma para evitar contemplar lo que había creado y luego destruido, lo que no había sido capaz de dominar y dirigir: su vida.

Madrid resultó no ser el mejor sitio para relajarse. El trabajo era estresante, no estaba Irina que ahora trabajaba fija en casa de su madre. Marina y Chiara estaban solas, y planificar la vida y el trabajo así no era fácil. No conseguía encontrar una mujer fiable que le ayudase en casa. En el trabajo había hecho más enemigos. Valerio llamaba continuamente por teléfono con preguntas y problemas. Las echaba de menos. Comenzó a viajar en avión a Madrid dos veces al mes para ver a “las dos mujeres de su vida”. Buscaba el perdón por no haber estado a la altura en los momentos difíciles, sobre todo en lo relativo a Daniela. Marina le aceptó, aunque lo hizo más que nada por sus hijas. Le pidió que estuviese al tanto de lo que hacía Daniela sin presionarla ni incomodarla, que velase por su hija mayor porque ella, Marina, objetivamente, no podía.

Daniela no llamaba nunca a su madre. Alguna vez intercambiaba e-mails con su hermana, pero jamás le preguntaba por su madre. Marina lo sabía y sufría en silencio. Y un día Valerio llamó para darle una noticia que desde luego no esperaba. Iba a ser abuela en pocos meses. ¡Abuela! ¿Abuela, ella? ¿Cómo era posible si aún no sabía cómo ser madre?

Daniela se había quedado embarazada de aquel chico, el de siempre, que resultaba ser camarero de Mc Donald’s. Marina sintió tristeza y vértigo al comprobar lo mal que había comprendido la relación de ese chico con su hija durante todos estos años. ¿Qué era en realidad esta historia? ¿Y por qué no había sido Daniela quien le había dado la noticia del embarazo? ¿Sería posible que su hija se vengase de ella de este modo? Le telefoneó y le habló de modo conciso y seco, como era su estilo. Quería saber si todo era cierto, y Daniela se lo confirmó. Marina, lejos de fingir que estaba contenta, terminó la conversación con amargura. Al colgar pensó que los sacrificios que había hecho por su hija no habían servido para nada. Todas sus enseñanzas no habían sido otra cosa que humo. De momento, una cosa estaba clara: Chiara no debía saberlo. Nadie debía saber que Daniela iba a traer a este mundo una criatura. Nadie.

Se acercó el momento del parto y, según Valerio, Daniela deseaba en el fondo de tener a su madre a su lado durante esos días. A lo major, razonaba el marido, si Marina veía nacer a su nieta, se podría reconstruir una relación que había causado demasiadas heridas. Marina tuvo un pálpito, un impulso imprevisto y viajó a Roma llevándose a Chiara.

La pequeña Manuela nació un radiante día de junio. Era guapísima, tenía poco pelo, ojos vivos y grandes y una boca como una cereza pequeña, lista para la succión del seno materno. Las relaciones entre Marina y Daniela mejoraron inicialmente un poco, pero el sentimiento de rechazo sordo hacia la nieta resurgía en cualquier momento, y flotaba en el ambiente forzado y turbio que poco a poco se fue creando. Chiara era tía, pero según Marina era mejor que no tratase mucho a Manuela. Era mejor que nadie la tratase mucho. Manuela era el fruto del odio de Daniela hacia su madre, y eso ella no podía aceptarlo. Cuando Marina iba a Roma no iba nunca a ver a Daniela. Sus hermanas, las tías de la pequeña Manuela, se enfurecían con ella por lo incomprensible de su actitud. Incluso Valerio, que nunca había sentido cariño por Daniela, no podía creer lo que veían sus ojos. “La carne que rechaza la propia carne”, pensaba. Y todo, ¿por qué? Por no ser capaz de aceptar las cosas como vienen, por aferrarse rígidamente a unas ideas que, aunque podían ser buenas, ahora había que adaptar a la realidad de sus vidas, mal planteadas y mal vividas.

Pasó el tiempo, y Marina y Chiara volvieron a Roma. La frialdad con Daniela se había convertido en completa indiferencia. Manuela crecía sin conocer el rostro de su abuela.

Marina recordaba con frecuencia los años de Madrid, las esperanzas puestas en aquella huída que no había traído más que sufrimiento y dolor a toda su familia, aquellas esperanzas que una pequeña vida había disuelto, en lugar de alimentar.

Una tarde, viendo jugar a unos niños, pensó en si era posible comenzar de nuevo. Pero en su corazón, pequeño y frío, tan sólo encontró un deseo imposible: haber hecho las cosas de otra manera.
Ahora a Marina le quedan sólo las ramas secas de una vida que se le ha escapado y que no podrá volver a vivir.