1er Premio de Prosa XV Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2024
María José Fernández
Tan Igual y Tan Distinto
Aquella noticia sobre migrantes vista en el televisor, me había dejado perpleja, a mi edad y con todo lo vivido no pensé que algo así pudiera sorprenderme. Como todos los días después de cenar salí a tomar un poco el fresco, con la intención de despejar la mente con mis vecinos, en aquellas animadas tertulias de verano.
Me vieron llegar cabizbaja y taciturna, como si cargara un peso enorme, arrastrando los pies asida a una silla de enea, proyectando nuestras sombras en una sola, bajo la luz tenue de un farol, aquella silla me la regaló mi padre cuando apenas tenía dos años y aún hoy día la conservo como un preciado tesoro, la apoyé en la pared dejándome caer en ella como un fardo, bajo la gravidez de mis pensamientos. Un suspiro precedió a un “buenas noches”, a lo que todos asintieron devolviendo el saludo.
Había regresado al pueblo que me vio nacer unos años atrás, después de pasar mi infancia y adolescencia exiliada en un distrito de Francia, llamado Marsella, apenas portaba una maleta y un equipaje de mano con mis enseres personales, todo lo demás lo llevaba grabado en la memoria.
El pueblo estaba situado en plena sierra, cerca del límite de la frontera francesa, cuyos alcornoques, pinos y robles, le daban un aspecto majestuoso, sus caminos y recovecos, al igual que su llovizna, hacía del lugar algo místico y misterioso que sumía al viajero en una paz indescriptible.
Tan solo yo sabía del despertar de mis sueños en plena noche o madrugada, donde me asaltaba el miedo y el horror de aquellos aviones sobrevolando un cielo plomizo.
Recuerdo aquel hueco improvisado a modo de trinchera, acurrucada con una manta raída de franela en la playa, y aquel suspiro que dejaba escapar de mis labios temblorosos, mientras cubría el rostro con las manos, como si aquel gesto me hiciera invisible, como si el hambre, y el frío también lo fueran, un infierno del que despertaba envuelta en sudor.
Alguien llegó por aquel entonces al pueblo, llevaba una misiva para entregársela en mano a don Mariano, nuestro maestro y representante, con la orden de evacuarlo cuanto antes, ante un inminente asalto, y bombardeo. Todos corrían de un lado para otro, sin rumbo fijo, sin saber qué hacer, buscando a sus hijos, negándose a abandonar sus raíces, por eso una vez calmados los ánimos, fueron convocados en asamblea en la ermita y tras innumerables propuestas decidieron mandarnos a un lugar seguro, para protegernos de los bombardeos, la hambruna y cubrir nuestras necesidades básicas, todo ello a costa de su sacrificio. Años más tarde entendí que éramos el eslabón, de una generación perdida, a los que nos habían robado la infancia.
Aquella noticia, me hizo recordar el día cuando en un barco con otros niños abandoné el pueblo y el país, siendo víctima de una violencia y sufrimiento del cual ignoraba el motivo, cuyo lastre inútil y doloroso arrastraba y que en otras circunstancias no se habrían producido.
Era muy pequeña para preguntar y darme cuenta de la magnitud de los acontecimientos, para comprender que en aquella lucha no habría ganadores, pero sí perdedores, donde las secuelas de la guerra me acompañarían el resto de mis días.
Había visto mi misma mirada reflejada a través del cristal de la pantalla, mientras el reportero entrevistaba a un niño de pelo rizado y tez morena. Había perdido a sus padres en la travesía y a un hermano menor, nadie hasta ese momento pudo acceder al lugar donde se encontraba junto a otros menores, en el que dio a conocer su historia.
Aquella noche era oscura, sabían del riesgo que conllevaba, pero ya nada les podía hacer retroceder, su tierra no les ofrecía un futuro prometedor, la escasez de alimentos en la última década a consecuencia del cambio climático hacía que sus campos se inundaran con frecuencia, haciéndoles perder sus cosechas.
La falta en el sistema educativo o atención médica les hizo buscar otra salida, aunque no la más acertada. Otros, en cambio, buscaban refugio huyendo del horror de la guerra, dejando atrás sus hogares, invirtiendo en el viaje sus escasas pertenencias.
La tierra prometida de sus sueños, de la que habían oído hablar tantas veces en sus aldeas, apenas estaba a unos cientos de metros, desde allí se podía divisar la costa a lo lejos, cuando un golpe de mar les sorprendió, haciendo que aquel cayuco abarrotado zozobrara.
Sus ojos desencajados buscaban entre los pasajeros a su familia, su grito se unió a otras bocas despavoridas. La hipotermia paralizó su cuerpo, aunque su vista nublada pudo divisar algún cadáver que flotaba a su alrededor. Tan solo cuando fue rescatado por salvamento marítimo no se percató de su vacío e impotencia.
Les envolvieron con una manta y les dieron algo caliente para que pudieran reaccionar, una vez pasadas las pruebas pertinentes, les llevaron a una casa de acogida, con la esperanza de que pasara el tiempo y no ser deportados de nuevo a su país de origen, con la duda y la incertidumbre hacia lo desconocido, la soledad del alma y cuerpo de quien lo pierde todo.
También a él le asaltaba la misma pesadilla todas las noches, buscando entre las sombras las palabras, y el abrazo cálido de su familia, despertaba envuelto en sudor, llorando lo mismo que yo, pasando horas enteras sentado en aquella cama, donde tan solo un farolillo parpadeaba mientras le acompañaba en su febril delirio, desdibujando las sombras de otros cuerpos, tan exhaustos como el suyo, en la búsqueda de una utopía por el que algunos habían tenido que pagar tan alto precio.
Ante la llegada masiva de pateras tomaron la decisión de enviarles a otras autonomías de acogida y fue así como aquella tarde un autobús partió hasta la comunidad donde me encontraba.
Unos días después bajé a la ciudad para hacer unas compras, ya que se auguraba un otoño e invierno crudo y quería tener suficientes provisiones, por si acaso la nieve me impedía bajar alguna que otra vez.
Para mí era toda una aventura recorrer aquellas calles bulliciosas, donde los viandantes paseaban o se detenían en sus escaparates, algunos de ropa deportiva, o bien hablaban animadamente sentados en alguna cafetería del lugar.
Justo al volver la esquina por una de sus intrincadas calles, encontré un parque lejos del bullicioso ruido, me detuve un momento a descansar en uno de sus bancos, bajo la sombra erguida de un álamo.
A escasos metros de allí unos niños hablaban entre ellos murmurando mientras me miraban con cautela, algunos jugaban al balón, uno de ellos chutó yendo a parar a mis pies, fue entonces cuando se cruzaron nuestras miradas, la misma en la que me vi reflejada. Aquella que me hizo estremecer el día de la entrevista sobre aquel niño tan asustado y desvalido como yo, el mismo que se le hundió el mundo al relatar su historia, y que desde aquel preciso momento cambiaría el rumbo de nuestras vidas en un encuentro fortuito.
Sus ojos inmensos como la noche también buscaron mi mirada pidiendo el balón, sus labios voluminosos dibujaron una sonrisa y balbuceando unas palabras con aquel idioma ineludible, supuse que de agradecimiento, se lo di, y volvió sobre sus pasos en busca de sus compañeros.
Me había quedado tan intrigada que pensé seguirles para ver donde se alojaban, en ese momento vi pasar a una señora que llevaba una bolsa de pan y le pregunté si sabía de dónde venían aquellos niños de tez morena y cabellos rizados que estaban jugando al balón, amablemente me llevó hasta el lugar, un antiguo albergue que habían habilitado para la ocasión.
Estaba decidida a ayudar aquel niño que como yo había perdido a sus padres, solo que más mayor y en otras circunstancias.
Me sentí pletórica, con una serenidad indescriptible, en cierto modo hasta feliz, no entendía de los prejuicios y la xenofobia de algunos.
Pensé: tal vez en algún caso se vean abocados a delinquir o no adaptarse, unos serán deportados, otros se abandonarán a su suerte, buscando un trabajo en algunos casos dignos, en otros no tanto, donde la mano de obra barata les acondicionarían en un bucle que les impedirían avanzar, pero en todo caso, su caso fue tan igual y tan distinto…Yo sí tuve la suerte de ser acogida por una familia que me dio el cariño y la ayuda incondicional, aceptándome como un miembro más hasta mi regreso.
Estaba tan absorta en mis divagaciones que tan solo el vuelo repentino de una paloma me hizo volver a la realidad; por un momento, tuve el presentimiento de que alguien me seguía, era esa sensación de escalofrío que recorrió todo mi cuerpo, sentí un miedo indescriptible, un nudo atenazaba mi garganta, apenas podía respirar.
Volvieron a mí los viejos fantasmas, me aferré al bolso en el que llevaba el dinero de la compra y debido a lo azorado de mis pasos tropecé encontrándome sola y dolorida en aquel suelo que me acogía, aunque sin aquella manta de franela, de repente alguien me ofreció su mano ayudando a levantarme, una vez más aquella mirada inmensa disipó mis miedos infundados, me buscaba para darme el anillo de boda que se me había caído.