1er Premio de Prosa XIV Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2023
Ramón Luque Sánchez
HISTORIA DE UN HOMBRE CON MANTA
Testigo mudo de un dolor lacerante y sordo, la manta estuvo en el túnel muchos días después de que su dueño hubiera desaparecido. Tampoco a él lo oí hablar. No creo que nadie lo escuchara, probablemente no hubieran entendido sus palabras. El árabe es una lengua ignorada por la mayoría. No importa nuestra historia en común, las fronteras compartidas, el trasiego anual por las carreteras españolas de personas llegadas desde toda Europa, incluso los cientos de miles de musulmanes que hoy conviven con nosotros. Comunidades que mutuamente se dan la espalda. Como aquel hombre y los habitantes de esta ciudad.
Viendo la manta doblada y pegada a la pared, no pude dejar de imaginarme dónde estaría su dueño. Qué extrañas circunstancias le habían llevado a abandonar la que parecía ser su única posesión. Nadie la tocaba. Ni tan siquiera se acercaban a ella. Hacían un arco a su alrededor, como temiendo el contagio, imaginando que debajo de ella había una bomba que estallaría descuartizando a quien osase rozarla. Otras imágenes y otros momentos acudían a mi mente cada vez que pasaba por el túnel. Horror y dolor.
El túnel es un territorio extraño. Una tierra de nadie en medio de dos barrios acomodados del mundo llamado civilizado al que aquel hombre había aspirado, y sólo para encontrarse con el rechazo y la soledad. Una de las entradas da a una gran plaza, allí los niños corretean alegremente y los ancianos se pasean con una parsimonia estudiada para no caerse. A su alrededor hay restaurantes, una farmacia y un centro médico. También múltiples bloques de pisos caros. La gente que reside en ellos goza de un claro bienestar económico. Nada que ver con el hombre de aspecto árabe: rostro enjuto y moreno, un fino bigote, nariz prominente y el pelo muy negro y rizado. Hería su delgadez.
La otra boca del túnel desemboca en un barrio de casitas bajas. Unifamiliares las llaman ahora. Todas muy parecidas, aunque con el paso del tiempo sus dueños habían buscado rasgos propios con los que reconocerse y diferenciarse del resto. Azulejería y rejería nuevas eran las apuestas por la renovación. Las habitan personas de clase media que aspiran a subir peldaños en eso que se llama escala social.
El hombre apareció de improvisto. Así pasan estas cosas. Una mañana me lo encontré sobre un lecho de cartones y cubierto con la manta. Parecía dormido. A su lado, una botella de litro de cerveza a medio beber. Su calzado, unas zapatillas deportivas de marca NIKE con pegatinas doradas que asustan al buen gusto, estaba prácticamente pegado a su cabeza. Pasé de largo. No se le veía la cara. Un mendigo más. Pensé en lo que siempre acude a mi cabeza cada vez que me encuentro con una persona llagada de soledad. ¿Qué cúmulo de extrañas circunstancias lo habían llevado a esta situación? Todos venimos de un padre y una madre que nos quieren. Cuánta sucesión de derrotas para acabar en un vertedero.
Era mediodía cuando volví a cruzarme con él. Yo regresaba de mis clases y él estaba echado contra la pared. A un lado tres botellas de cerveza. Vacías. A su alrededor, como envolviéndolo en un sueño, revoloteaban un sinfín de olores nauseabundos. A un metro se distinguía un charco de orines. Allí debió de naufragar la esperanza.
Todas las ciudades tienen túneles como estos. Espacios tristes y oscuros en los que el abandono brilla. Muy de tarde en tarde se barren. En realidad no se sabe bien a quién corresponde su mantenimiento y limpieza. El ayuntamiento y la comunidad de propietarios, cuyos bajos atraviesan, se echan en cara responsabilidades y obligaciones. En las paredes se sobreimpresionan las pintadas, como múltiples capas de cal en los muros de las viejas casas de los pueblos; firmas de aprendices de pintor, obsesionados con dejar rastros de su existencia, junto a algunas groserías ocupan su espacio. También el primer mundo tiene sus desesperados, pateras a la deriva en busca de una Arcadia en la que no morir de aburrimiento.
El hombre debía de tener esa edad indefinida que va de los veintitantos a los treinta y pocos. No expresaba dolor. Ni rabia. Tampoco tristeza. Ronca aceptación frente a la mala suerte. Un historia sombría. ¿Qué había dejado atrás? Hijos tal vez, y una esposa, padres, hermanos…
A la mañana siguiente, siempre pasaba por el túnel a las siete y media, seguía allí. Estaba perdido entre sábanas de cartón y la manta. Las brillantes zapatillas, a la cabecera de una tumba en vida. Las botellas de cerveza habían desaparecido, en su lugar me encontré con un tetrabrik de vino tinto. Los malos olores se multiplicaban. El charco de orina se había dilatado, del mismo escapaba un reguero, ya casi seco, de fétida miseria. Parecía uno de esos uadis por los que, seguramente, corrió en su niñez. Pegados a él, vómitos gelatinosos. Debía soñar con palmeras, con verdes oasis en los que la voz de una bella odalisca le susurrara al oído palabras de pasión. El espanto existe. La desolación también.
La manta era blanca, con una especie de flor azul gigante en el centro. Parecía antigua. Tenía los bordes de raso azul celeste, ajado por los años. Una de las esquinas estaba descosida y deshilachada. Una mañana la miré detenidamente. No pude dejar de imaginar la larga lista de hombres y mujeres que se habían cobijado bajo ella en los muchos años que parecía tener. Lo comparé con el hombre, cuántos afectos, cuánto calor humano dejó en su búsqueda de un paraíso que se había convertido en un infierno.
Los malos olores resultaban insoportables. Daba arcadas mientras cruzaba el túnel. Esto es tercermundista y no pasa en ningún otro lugar del planeta. Habría que denunciar la situación. Mis pensamientos, casi en voz alta, se hicieron coral. A más de uno le oí decir lo mismo. Nadie llamó, al menos que sepa. Yo tampoco. Hijas, no paséis por el túnel, podéis coger una cosa mala. Así, con el desprecio, creemos que evitamos la pobreza.
El hombre llevaría allí dos semanas cuando cambió sus costumbres. Por la noche duerme en el túnel y durante el día desaparece, después de doblar cuidadosamente sus únicas posesiones, que quedan allí unas horas como un monumento al desamparo. Cada mañana se repetía la escena: vómitos, orina y una fila de varios litros de cerveza. Él, diluido en pesadillas, y las deportivas, ostentosamente doradas, siempre a su lado. Cómo brilla la miseria sólo por jugar a las mentiras. Al mediodía la manta doblada y los cartones recogidos. Él, desaparecido. Los malos olores que impregnan a la miseria no se iban nunca.
Un atardecer me atreví a mirarlo fijamente a la cara. Los ojos, perdidos, parecían dos círculos vidriosos que no miraban a ningún sitio. Eran dos brillantes pantallas de televisión. Qué imágenes habían contemplado para arrastrarlo en un sinsentido a un oscuro túnel de una ciudad costera de España. Un océano había atravesado. En el camino había olvidado rezos ancestrales y prohibiciones sagradas, todo un cúmulo de sacrilegios que lo arrojaron a la perdición. Le dijeron que beber alcohol era un pecado y ahora en él nadaba, en él se descomponían las creencias en las que fue criado, el amor con el que fue mecido. Todo a su alrededor era silencio, solo roto por el eco de la voz del muecín llamando a la oración. No se escuchó su garganta articulando una palabra en todo este tiempo. El grito de su alma pidiendo auxilio tampoco.
Una mañana él no estaba. La manta sí, doblada, como esperando que alguien se la llevase a su casa. Los cartones, a su lado, recogidos. Así siguió todo bastante tiempo. Fueron un día, dos, tres… ¿diez? No sabría decir. Los olores poco a poco se fueron diluyendo, como esas vivencias que parecen asfixiarnos y al final, por necesidad y lógica matemática, terminan cayendo en el pozo del olvido. Durante este tiempo nadie tocó ninguna de sus pertenencias. ¿Prohibición atávica? No sé. Qué raros somos demasiadas veces. Una tarde me encontré a un grupo de jóvenes sentado sobre los cartones. Estaban fumando y riendo. La manta tirada por el suelo, arrugada, como un sucio harapo que nadie quiere tocar.
A la mañana siguiente no había rastro de la manta ni de los cartones. Ninguna huella de tanta infelicidad. Nada. He imaginado muchos finales para esta historia. Todos felices. Las personas tendemos a restituir en nuestra imaginación las terribles injusticias que ofrece la vida. Nos gustaría ser pequeños dioses, poseedores del don de reparar la sinrazón. Pero no es así. No.
zarán a escucharnos.
—Sí, vámonos. Tenemos que encontrar la forma de ayudarles.