1er Premio de Prosa XIII Certamen Literario Ateneo Blasco Ibáñez 2022
En el recién estrenado otoño el calor es sofocante. La bruma matinal se disipa sobre las ondulaciones de los campos. La luz despierta en los sentidos sensaciones visuales sumadas al trinar de los pájaros y al silencio, solo roto por la caricia del viento sobre las ramas de las carrascas. El sol, como un espejo redondo de cuerpo entero, permanece puntual en su sitio, inmóvil, en esa vaga actitud sin trayectoria posible.
El paisaje, pletórico de infinitas tonalidades, se ve iluminado por una claridad voluptuosa, mientras las escasas nubes, remiendos deshilachados a manera de manchas de algodón, se desplaza lentamente por la atmósfera con inocua velocidad. Los contornos recobran su realidad como si una raya divisoria entre el ahora y el antes dependiera de un despertar brusco, en el que las sombras son difusas formas sin significado. Es un mundo olvidado, un inmenso corazón invisible fluyendo con su sangre oscura sobre las espumas de nácar que forman las nubes sigilosas, un amplio horizonte sólo presentido por unos ojos ávidos de unir el cielo y la tierra en una inverosímil perspectiva.
Desde una pequeña loma, Francisco o Paco, aunque para algunos todavía es Paquito, otea aquella inmensa llanura sin confines que se extiende a su alrededor: viñedos, trigales, una vasta planicie donde apenas había árboles, sólo a modo de solitarios centinelas, fresnos tristones en los lindes de los caminos, algún álamo, y un bosquecillo de pinos como un leve oasis en la campiña desierta. Los olivos muestran su verdor pálido bajo el ardiente sol. Más allá, los campos arados, perfectos, en ligera pendiente. Más lejos aún, los campos de rastrojos, casi blancos, se difuminan en la distancia y mueren en las estribaciones de las faldas de las montañas. Siguiendo un camino que bordean los viñedos, entre la tierra cálida, tensa y agrietada por el ansia de agua, se ven los terrenos de barbecho, gruesos tocones renegridos, majuelos prestos para dar sus frutos.
Siempre recuerda cómo, todas las primaveras, cuando los escasos árboles frutales que crecían junto al río estaban prendidos en flor, todos los tonos posibles del verde, punteado con el rojo de las amapolas y el blanco, el amarillo o anaranjado de las margaritas, inundaba el paisaje más allá del altozano y de las lomas circundantes a las casas del pueblo. En su recorrido por el monte tropezaba con las cabras montesas, intuía el camino que habían seguido los jabalís y las liebres, y sentía en el aire los aromas del enebro, la encina, la sabina y la breve incursión de zarzamoras. Era el paraíso verde en primavera, amarillo en verano y ocre en otoño; los colores vivos de la naturaleza. La gama de los azules: azul marino, azul celeste. La gama de los verdes: verde cobalto de los olivos, más oscuro en las vides, más sostenido en los arbustos del páramo. La gama de los blancos: blanco marfil, blanco de plata, reflejados en las paredes de las casas. La gama de los ocres: ocre dorado, ocre rojizo, casi marrón, del manto de la tierra. Y, de pronto, Paco se siente encerrado en el interior de un lienzo sin querer salir de allí.
En el cielo, más azul que nunca, pletórico de luz por el maduro sol, bandadas de pájaros en rítmico vuelo, muestran sus alas de túnicas llameantes, y regresan a su escondite de verano en parajes remotos: gorriones, golondrinas, vencejos y alguna que otra cigüeña, puntuales a su cita anual, llenan el aire de vuelos circulares, de gorjeos, trinos y graznidos en una orquesta de múltiples sonidos antes de emprender el viaje. En lo alto, sobrevolando las montañas y los escarpes agrestes, aparecen suspendidos en el aire los vociferantes buitres leonados que, sin demostrar ningún temor, se acercan al pueblo y se posan en los tejados en busca de la carroña que les sirve de alimento.
Paco hincha sus pulmones de aquel aire limpio que hoy sabe a uva madura, a mosto desprendido de los cuévanos en una embriagadora sensación. Al fondo, observa el regreso del pueblo de los primeros tractores ya vacíos de su carga. Está orgulloso de llamarse agricultor, de saberse depositario de la tierra cuando ésta le da generosamente sus frutos, y de ser su proveedor para que el ciclo de la vida no se rompa. Ante las inclemencias del tiempo, con épocas de sequía, traidoras granizadas y tormentas inoportunas, no se siente entristecido, sino feliz, como el amante más solícito capaz de dar parte de su alma para ser correspondido. La vida surgida de la tierra es una pasajera siempre en tránsito, la presencia de algo en continua proyección que gesticula en su espacio reclamando su tributo.
Aquellos sentimientos no parten de un único cauce, sino que su complejidad o su sencillez surgen al adentrarse en la dinámica de la naturaleza, en el tumulto del ritual cíclico que exige una continua renovación, a la que debe serle fiel. Se siente dependiente, sostenido en un punto por el cordón umbilical de un universo infinito. La armonía queda así aparentemente restablecida, un orden preciso que puede ser el apoyo para descifrar los misterios más inabarcables, como ese sol, un sol de sangre, que en su recorrido hacia poniente baja hasta convertir sus contornos en un violeta purpúreo y desaparece en lontananza en un rojo incandescente. Tiene la sensación de que su cuerpo se diluye de repente, pierde su peso y que va a volar desafiando las leyes del equilibrio en la naturaleza. Los sonidos, de ese modo, se atenúan, mezclándose con una música sorda, los colores se funden los unos con los otros, en una armonía soberana.
No se puede imaginar un paraíso que no fuera como el que tiene desplegado ante sus ojos. Sí, en el fondo conserva la ilusión, el entusiasmo, el hecho de contribuir al milagro de la naturaleza, a esa fuerza de espíritu que, en los momentos de total abatimiento, continúa siempre hacia delante.
Un viento solitario, errante y murmurador, que a veces no se sabe de dónde viene, recorre la vasta dimensión de la campiña que, tras la puesta del sol, se queda sumida en una suave penumbra. Cualquier mirada puede abarcar una extensión indefinida, limitada al fondo por pinos no muy altos, de copas redondas, con las líneas de las colinas que, en una constante elevación, ascienden lentamente hacia las montañas del fondo.
Al anochecer, en el llano, resuenan los murmullos y los cuchicheos de los que regresan al pueblo. Es el fin de una jornada agotadora de trabajo. Es la hora del descanso, del cuerpo vencido por el cansancio, del silencio en la soledad de la noche, del reencuentro. En algún lugar del cielo, el sol intenta recuperar su posición.
Durante el estío, en la época de siega del trigo, acompañaba a su padre, y se quedaba embelesado observando el balanceo de las espigas mecidas por el viento, era como un inmenso mar amarillo en continuo movimiento, un río mágico con su contenido de aguas doradas que parecían que tuvieran vida propia, hasta que la segadora, esa máquina infernal de fauces monstruosas y descomunales, se tragaba en su avance las espigas dejando atrás un rastro desnudo de destrucción con diminutos tallos cortados de raíz y pegados a la tierra. Antes, —le decía su padre— era un trabajo más duro. Usábamos las hoces. Eran como espadas curvas con un solo filo. Avanzábamos siguiendo el surco, y con la hoz girando de derecha a izquierda, cortábamos manojos de espigas y las dejábamos de trecho en trecho formando gavillas. Eran otros tiempos.
En una ocasión, le contó su padre que los mejores recuerdos de niño eran los días de la trilla del trigo. Le gustaba acompañar al abuelo. Entonces, le rogaba a la abuela para que le dejase ir, derramaba unas lágrimas fingidas, y acababa cediendo a sus deseos. El abuelo lo aceptaba, pero reconocía que el niño le servía más de estorbo que de otra cosa. La abuela se resistía, hablaba del peligro, de que se perdiera. Pero sus ruegos caían en el vacío. La decisión estaba tomada y no había nada ni nadie que la pudiera cambiar. Paco estaba ya en edad de aprender las tareas del campo, o al menos de ver por sus propios ojos cómo se trabajaba de sol a sol.
Aquel día, de madrugada, se levantó temprano. Con la ilusión prendida en el cuerpo, apenas pudo conciliar el sueño. A la primera llamada del abuelo estaba fuera de la cama. Mientras se vestía, oía cómo comentaba con la abuela el buen tiempo que haría, y que no se preocupara, pues lo vigilaría todo el tiempo sin perderlo ni un momento de vista.
Cuando salió a la calle, el carro y la mula estaban ya preparados y dispuestos para iniciar el viaje. Se notaba el movimiento de las gentes en una animación como un día de fiesta. Era el principio del mes de julio y en aquella hora temprana se presentía el tórrido calor del verano. El pueblo se llenaba de voces, de saludos matinales, de exclamaciones, de vagas figuras moviéndose bajo las luces amarillas que iluminaban las esquinas.
De trecho en trecho, se iba formando una hilera de carros y caballerías en una larga comitiva que ocupaba las calles del pueblo en toda su extensión, para después internarse por caminos solitarios, todavía entre sombras, en una marcha fantasmal, mientras iban dejando detrás las luces de las casas que les servían de guía. Avanzaban lentamente con el traqueteo monótono de las pesadas ruedas, con el olor áspero de la tierra, con el encanto y el misterio de lo desconocido que ninguno de los presentes podía definir.
Al llegar a las eras, el cielo empezaba a temblar por la proximidad del alba. Se desenganchaban los mulos de los carros y se les acoplaba el trillo, unas planchas gruesas de madera a las que se les había colocado varias hileras de piedras finas y cortantes. Días antes se habían preparado las eras allanado el terreno. De madrugada se habían sacado las parvas de la gabera y se entendieron ordenadamente abarcando toda la superficie.
A la salida del sol todo estaba preparado. La jornada se iniciaba pasado el relente de la noche que había ablandado la mies. Por todas partes se veía a los hombres plantados en el centro de la parva, y el animal girando sobre las gavillas, mientras uno de los hombres, encima del trillo, lo dirigía para que no se saliera del amplio círculo de la era. A cada vuelta se iban desgranando las espigas y cortando sus cañas hasta convertirlas en pajas; se oía el monótono crujido del trillo sobre la mies, y el cantar con que el hombre acompañaba el ritmo de la trilla despertando a la bestia de la dulce somnolencia del monótono trote.
Más tarde, con el sol en lo alto, el animal era retirado y terminaba la primera fase de la trilla, se llamaba a los hombres que estaban descansando en las escasas sombras y se procedía a la segunda fase aventando la paja. Se eliminaba primero la paja más larga; después, empuñando las horcas, se daban con ellas una vuelta a la paja encima del grano aprovechando la fuerza del viento. Decían que el aire tenía que levantarse, picar y correr para que diera resultados. Esta operación se repetía una y otra vez hasta que grano y paja eran separados definitivamente. A esa hora, el sol parecía entablar una lucha desesperada con el viento, hasta que conseguía vencerlo, y la fuerza de sus rayos envolvía las eras con una red de fuego, inmóvil, abrumadora. El canto de las cigarras, en aquel infierno de luz, tenía un cálido burbujeo de agua en ebullición.
Al terminar la faena se amontonaba el grano en el centro de la era y se terminaba de limpiar a mano quitando las piedras, semillas y otras impurezas. Se metían en sacos que permanecían a la espera de ser cargados en los carros para llevarlos a los silos del pueblo o a las cámaras de las casas. En estos trabajos, tomaban parte hasta los más pequeños. La era entraba en una viva animación, se llenaba de voces, de risas, de canciones que no cesaban hasta el final; canciones de amores escondidos, de amores deseados.
De otros carros, acompañando a sus padres, bajaban otros niños con los que se podía jugar. Algunas veces ayudábamos en las tareas barriendo las eras con escobas hechas con fibras de esparto endurecido, o llevábamos el cántaro de agua a los trabajadores. En los intervalos teníamos mucho tiempo para jugar. Entonces formábamos una nutrida pandilla de niños revoltosos, ávidos de juegos y de pasarlo bien. Cambiábamos de era en era para ver cuál tenía el mayor número de sacos como si de una competición se tratara.
Era ya casi de noche cuando terminaba la trilla. Un sol de sangre se reflejaba en las masas de nubes como inmensas moles de hierro incandescente, para convertirse después en un violeta purpúreo. Los sacos con los granos de trigo se cargaban en los carros. Yo me tendía sobre los sacos muerto de cansancio. Era una sensación agradable, de pequeñas bolitas estallando en un chasquido al menor movimiento del cuerpo. La larga caravana de la mañana volvía a rodar por los caminos. En el silo nos esperaban mi madre y mis hermanas: Llegaba casi dormido. El ajetreo de los hombres moviéndose de una parte a otra descargando los sacos de trigo, las llamadas, las voces, todo lo veía como en un sueño.
Regresábamos hambrientos y cansados. Al cruzar las calles de pueblo, de vez en cuando, la sombra de una vieja enlutada, aparecía asomada en la puerta de su casa. La abuela nos tenía preparada la cena. Una sopa caliente humeaba sobre la mesa sorbiéndola en pocos minutos. Estaba tan cansado que casi me duermo antes determinar el último bocado con las chuletas del segundo plato. La abuela no hacía más que atosigarme preguntarme cómo lo había pasado. Pero no podía articular ninguna palabra porque el sueño me vencía antes poder darle una mínima información de lo sucedido durante el día.
Ahora, todo esto es recuerdo. En la época de la trilla ya no se ven a los campesinos con los mulos subidos en el trillo, ni las parvas en las eras. Todo ha sido consumido, enterrado por el loco estrépito de las trilladoras y el sordo rumor de los motores. Las modernas máquinas, pintadas de vivos colores, lo hacen todo: siegan, trillan, envasan el trigo y empaquetan la paja. Es cierto que el trabajo es más llevadero, más rápido, menos penoso, los cuidados son menores. No hay que preocuparse de las inclemencias del tiempo, de la lluvia, o de la falta de viento a la hora de aventar. Pero ¡cuánta belleza se ha perdido, cuantas costumbres se han perdido en las aras del progreso!
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Entonces, Paco miró a su padre. Su voz le había hecho viajar hacia tiempos perdidos. Ahora comprendía para qué servía la plancha de madera formada por tablones unidos, que siempre había estado colgada en el garaje, con la parte delantera redondeada y levantada, y la parte inferior con pequeñas muescas de piedras afiladas, como los dientes de una sierra.
© Manuel Giménez González
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